Córdoba ofrece la Cruz, la noche del Lunes Santo, como estandarte de su Semana Santa, en la imagen de la Vera-Cruz, reflejada en las aguas del Guadalquivir, símbolo de sus mil reflejos en las cruces que pesan sobre los mortales; la Cruz, a ras de suelo, el Cristo de la Salud, en un Vía Crucis penitencial y austero, buscando la cercanía a todos los enfermos, a los heridos; la Cruz de la impresionante imagen del Remedio de Ánimas, entre rosarios y silencios, evocándonos siempre el soneto de Antonio Gala, Amor del viento, con sus versos trémulos y profundos: «En tu cuerpo desnudo, amor del viento, / beben su palidez las alboradas / y en tus manos enclavadas, / la luna siega en flor el sentimiento».

La cruz sólo crece y florece allí donde se entiende y practica la entrega generosa, la donación anónima. La cruz seguirá siendo fecunda en nuestra vida cuando, apagados los ruidos, encendamos el silencio y confrontemos nuestra vida con la de Aquel que consumó su obra en un sacrificio, voluntariamente ofrecido al Padre. La Semana Santa debe entenderse desde su protagonista, Jesucristo, el hombre de la cruz: «El hombre de la pasión, que encarna la pasión por el hombre». En la cruz, el poder de Dios es «debilidad». No es amor que domina; es entrega callada, sacrificada, manos abiertas y traspasadas.

La cruz es faro que orienta, guía y conduce a buen puerto. El Lunes Santo nos ofrece también las bellísimas imágenes de la Merced, la Estrella, la Virgen de Gracia y Amparo, y la Virgen del Dulce Nombre. Junto al Hijo en la cruz, la ternura de la Madre, el regazo de las madres. ¡Días tremendos en el corazón de una madre! Por eso, hay un abrazo sempiterno entre la fecundidad de la cruz y la fecundidad materna, un abrazo celeste y humanizante, tierno y consolador para todos los corazones.