La Semana Santa de este año, entre silencios y lamentos, está sembrada de Cristos rotos, a causa de una pandemia pandemiaque acongoja cuerpos y almas. Hoy, Viernes Santo, reluce la Cruz en el Calvario y sobre nuestros hombros doloridos, sufriendo en los hospitales y en el confinamiento, impuesto pero necesario, y en la incomunicación en que nos encontramos.

Este Viernes Santo nos invita a unirnos al Crucificado, para que nos acompañe en nuestra cruz, musitando, desde lo más hondo de nuestra alma, con lágrimas en los ojos, el corazón tal vez desgarrado, pero con esa fe que brota de la religiosidad popular, esta plegaria: «En Ti confiamos, a tus manos nos encomendamos». Las manos de Dios son salvación. No están hechas para condenar, sino para salvar. Si alguien se condena es solo en la medida en que huye de esas manos.

Las manos de Dios son resurrección, porque son, literalmente, las del Padre. Esta fue la gran revelación de Jesús, para eso vino al mundo. Quitad esa verdad y nada quedará del evangelio. Ponedla, y todo el mensaje evangélico adquiere su sentido. La cruz es la expresión del amor de Dios a la humanidad, pero es también el «recipiente sagrado» que recoge las cruces de nuestra vida.

La pasión es parte de la Pascua. Morir con Cristo para resucitar con Cristo. Dice Diego Fabri, en su Proceso a Jesús: «Pensaban que plantaban una cruz, pero lo que plantaron fue un árbol». Un árbol de vida. De la cruz brotan manantiales de agua para nuestros desiertos. Por eso, junto a la Cruz, los Cristos rotos de hoy resucitan con el Cristo vivo de la felicidad verdadera.