Al cordobés Daniel Zamorano Ruz nunca se le olvidarán las graves consecuencias que causó en su organismo la toma de un antibiótico, la azitromicina, que se receta de forma habitual para tratar infecciones bacterianas como la neumonía o la bronquitis. En el verano del 2015, este cordobés, que tenía entonces 35 años, se resfrió. Tras acudir al médico le diagnosticaron que presentaba una neumonía leve. Su médico le recetó que tomara durante 3 días azitromicina. «Al cuarto, quinto y sexto día de comenzar a tomarme el antibiótico se me empezó a llenar el interior de la boca de llagas, tenía fiebre alta y una bajada de defensas generalizada. Cada vez me encontraba peor. No veía bien y al mirarme al espejo comprobé que tenía el interior de los ojos ensangrentado. Mi médico de familia me derivó a Urgencias. Un especialista de Medicina Interna, tras una primera inspección, no supo qué me ocurría y, como no podía tragar, me quedé ingresado en el Reina Sofía», indica Daniel Zamorano.

«Estuve 10 días sin poder comer ni beber, solo con suero. Estudiaron mi caso muchos especialistas. Me sentía como un enfermo de la serie House. Y al final los médicos que me atendían llegaron a la conclusión de que presentaba el síndrome de Stevens- Johnson, una reacción muy rara a la azitromicina, por la que la epidermis se separa de la dermis, entre otras consecuencias. Me dijeron que había tenido mucha suerte, pues aún podía haber sido peor, pero realmente lo pasé muy mal», recuerda este joven. «Tras 10 días ingresado, estuve un mes de baja, comiendo los potitos y purés de mi hijo pequeño, sin poder probar la fruta para evitar el escozor de la acidez, tal y como tenía de afectadas las mucosas de la boca. Me hicieron pruebas de alergia a otros antibióticos, y afortunadamente la amoxicilina, que también suele recetarse mucho, sí puedo tomarla, pero la azitromicina nunca más. Fue tan raro todo lo que me ocurrió que los especialistas que me atendieron lo plasmaron en un artículo científico», señala Daniel.

El caso de Josefa Jiménez, vecina de Baena de 56 años, fue de reacción también a un medicamento, en este caso a un antiinflamatorio. Josefa sabía que es alérgica a la penicilina, padece artritis reumatoide y toma una medicación específica para esta enfermedad a diario, pero un día sentía mucho dolor y se tomó un antiinflamatorio, que antes no le había causado mayor problema, pero esta vez empezó a notar unos picores desproporcionados en manos y pies y no podía parar de rascarse.

«Llamé a mi hija y me desmayé porque no me notaba ni el corazón. Me llevó a Urgencias y allí me dijeron que podía haber sufrido una reacción alérgica a algo que hubiera comido, sin pensar que se debiera a ese medicamento en concreto para el dolor. Por eso, con posterioridad, meses después, otro día que también tenía dolor me tomé este mismo antiinflamatorio sin reparar en que me pudiera afectar. Al notarme los mismos síntomas, no esperé tanto y me fui para Urgencias, donde me pusieron un Urbason para frenar la reacción. En Reumatología del hospital Reina Sofía, que es donde supervisan mi artritis, me derivaron a la Unidad de Alergia para que me hicieran pruebas y allí fue donde descubrieron que era alérgica a este antiinflamatorio que no puedo tomar más, aunque otros de otro tipo sí», añade Josefa.