Los tiroteos masivos, uno de los más trágicos y definitorios hechos diferenciales de EEUU, han sumado otro demoledor capítulo a sus anales; el más letal, por ahora, en la historia del país, con al menos 59 muertos y 515 heridos. El domingo 1 de octubre, alrededor de las 22.08 horas en Las Vegas, mientras unas 22.000 personas asistían a un concierto de country, un hombre luego identificado como Stephen Paddock (blanco, de 64 años y sin antecedentes penales significativos) abrió fuego indiscriminadamente desde una habitación en la planta 32 del hotel Mandalay, a unos 400 metros del recinto al aire libre donde se celebraba el último concierto en un festival de música de tres días. Su torrente de balas, que se prolongó durante varios minutos, provocó escenas de pánico y terror y creó lo que el gobernador de Nevada, Brian Sandoval, comparó con «una zona de guerra».

El ataque solo acabó cuando Paddock se quitó la vida. Lo hizo antes de que entrara en su habitación la policía, que lo localizó fácilmente entre los más de 3.300 cuartos por la alarma de incendios que hizo saltar el desatado fuego de sus armas. En la estancia, en la que Paddock se alojaba desde el día 28 de septiembre, se encontraron al menos 10 rifles. Se desconoce si tenía una metralleta, algún rifle de asalto o si había modificado otras armas para aumentar su capacidad.

«Estábamos todos bailando y pasándolo bien cuando, de repente, escuchamos todos esos disparos», dijo Candace LaRosa, una de las supervivientes de la masacre. LaRosa huyó para refugiarse en el hotel Tropicana y, por el camino, se dio cuenta de las dimensiones de la tragedia. No eran fuegos artificiales, como muchos pensaron inicialmente, sino una carnicería deliberada y a gran escala. «Había sangre por todas partes», explicó más tarde. Pese a que el Estado Islámico reivindicó el atentado, el FBI lo descartó inmediatamente.