Desde Santurce, en la margen izquierda de la ría de Bilbao, hasta Mende hay 717 kilómetros, los que el mejor ciclista de la localidad, Omar Fraile, se puede hacer entrenando sin abusar durante una semana. Quienes lo conocen bien aseguran que cuando se mete una cosa en la cabeza, la cumple. Se obsesiona para no fallar. Y triunfa. Por eso, cuando llegó a la salida del Tour y le entregaron como al resto de corredores el libro de ruta, donde figuran todos los detalles, todos los puertos, todas las complicaciones de cada una de las etapas, se marcó en rojo la número 14, la que llegaba al aeródromo de Mende a través de una cuesta asfixiante, denominada la Croix Neuve, en el Macizo Central, donde ya se han acostumbrado a ganar los corredores españoles.

Fraile, de 28 años, ciclista del Astana, el chico que comenzó con las traineras, el novio de Eva, el que un día comprendió que se le quedaba pequeño el conjunto del Caja Rural, donde debutó como profesional, sabía que algún día cumpliría el sueño que todo niño que quiere ser corredor desea realizar y que no es otro que disputar el Tour. «Si correr el Tour ya es un sueño, ya no digo lo que significa ganar una etapa». Tenía ya la experiencia de la victoria lograda el año pasado en el Giro. Pero, aquí, en el Tour, todo se engrandece. Mucha gente, demasiada, vio a Fraile cuando se originó al inicio del día el corte de corredores, la fuga bendecida por los directores de los equipos que controlan la carrera, léase sobre todo el Sky. Nada menos que 32 se fueron hacia adelante. En los vehículos auxiliares, cuando Radio Tour comenzó a enumerar dorsales, los anotan y comprueban si hay algún ciclista peligroso para la general. Y si no es así dejan que cojan minutos, como ocurrió ayer camino de Mende. Y allí estaba metido Fraile. Tranquilo, sin inquietarse, sin responder a los ataques de los más nerviosos como el campeón de España, vasco como él, Gorka Izagirre. En Vizcaya, Eva, su novia, solo esperaba ansiosa lo que ocurrió. Quería que Omar besara en la meta la pulsera que ella le entregó, ella que ha mamado ciclismo desde que nació porque por algo es la hija de Arsenio González, corredor nacido en 1960, contemporáneo de Perico Delgado, y que fue uno de los grandes gregarios de Tony Rominger en sus años de gloria.

«Conocía la zona y el puerto de otras carreras francesas a las que había acudido. Sabía que la subida era muy dura. Pero era mi oportunidad». Y, en su tosudez, no la podía dejar escapar. ¿Atacó, se fue y comenzó la ascensión final al aeródromo el belga Jasper Stuyven con ventaja? No había que alarmarse. Tenía fuerzas, y apenas le dolía el brazo del tortazo que se había dado hacía justo una semana. Otro, del dolor, se habría retirado. Pero él tenía marcada en rojo la cumbre de Mende, el aeródromo de los españoles. De cinco veces que el Tour ha llegado aquí, tres veces han ganado corredores del sur de los Pirineos: Marcos Serrano, Purito Rodríguez y ahora él.

Omar se sintió un escalador de postín. Llevaba fuego en las piernas. Pero, al girarse, ¡ay al girarse! vio en la lejanía la figura de Julian Alaphilippe, otro fugado, el rey de la montaña, el vencedor en Le Grand Bornand. Malo, muy malo... si lo pillaba iba a pasarlo mal. «Me preocupé porque sabía que si me cogía me ganaría la etapa porque es muy rápido». Por eso se inventó unas cuantas fuerzas de más, volvió a pensar en Eva. Ya estaba en el último kilómetro, una bajada sin peligro que conducía hacia la pista de despegue y aterrizaje. Y allí explotó. Allí pensó que valía la pena el sufrimiento, la dureza del Tour de Francia y los malos ratos pasados en carrera.

Por detrás, a 18 minutos, los líderes se atacaron. Mikel Landa fue el primero en atacar, pero entró en crisis y se le marcharon los favoritos, con los que cedió 29 segundos en la línea de meta.