Un zapatero, honrado, trabajador y muy querido por sus vecinos de barrio fue designado, por votación popular, hombre público. Y de la noche a la mañana, el zapatero se vio encumbrado hasta niveles tales que decidió abrir un despacho en el mismo centro de la ciudad. Pasó algún tiempo y el buen resultado de su trabajo culminó en una serie de eventos afortunados. Una noche, el zapatero, al mirarse al espejo, comprobó que sobre su cabeza, luminosa y radiante, lo orlaba una especie de corona real. Boquiabierto, se dijo: «¡Anda, si soy un rey, un Dios. No es conveniente, pues, que me malgaste en asuntos de poca importancia. Me reservaré para proyectos importantes», Y se buscó una sofisticada secretaria que rutinariamente contestaba al teléfono: «Tiene que convenir cita; el señor tiene la agenda muy apretada», etcétera. Pasó tiempo. El zapatero, convertido en hombre público, esperaba cada día proyectos importantes pero estos no llegaban, y los hombres de a pie y sus problemas, cansados de esperar, llamaron a otras puertas. Una tarde, hastiado y aburrido, decidió dar un paseo por el jardín de su antiguo barrio, pero algo insólito le sucedió. Había llovido. Las hojas de los árboles pisoteadas por los caminos, evidenciaban la llegada del otoño. Al comprobar su presencia, los niños corrían, los ancianos le volvían la espalda, los jóvenes se escondían y los perros le ladraban. El zapatero, sin entender nada, se aposentó, cansado, en un banco del jardín. De repente, a sus pies, resquicios de las primeras lluvias de la temporada, un charco de limpias aguas. Allí, con la nitidez de un espejo, se reflejaba su figura. ¿Dónde está mi orla?, ¿Dónde mi juventud, mi cargo de hombre público, dónde mis merecidos homenajes? Pero lo que el hombre público y famoso encontró en el charco solo era la imagen decrépita de un mal zapatero.

* Maestra y escritora