Ayer fue un viernes de zafarrancho. Zafarrancho de combate, porque la sociedad regresa a las trincheras del virus. Marcha atrás en la «nueva normalidad», que era la mentira más grande de todas las que hemos padecido en los últimos meses. Más miedo, si cabe, al ver que el covid-19 regresa -que no se había marchado- y no estamos preparados, con la sanidad reventando por las costuras, la economía entrando en pánico, las familias exhaustas, y las autoridades arbitrando nuevos regímenes de control social que vaya usted a saber. Puede que de tanto lavarnos las manos y de tanto respirar desinfectantes a través de la mascarilla estemos perdiendo el sentido del tacto y el olfato, esa sensibilidad que permite calibrar la realidad y percibir los peligros. Otra vez a empezar («os lo dije», pensarán los científicos) y otra vez a preguntarse cuándo podrá el mundo reconstruir este sistema que ha demostrado su fragilidad hasta límites cercanos a las novelas de ciencia ficción, pero sin más héroes que las personas normales que todavía son capaces de cumplir con su obligación. A un paso del nuevo encierro, otra vez toca apretar los dientes y aprestarse a la batalla.