Vaya por delante que soy jesuita y sacerdote. Me siento ligado de la comunidad cristiana y deseo que en nuestra sociedad exista la Iglesia institucional y los valores que representa. Mis lazos efectivos con la Iglesia institucional son fuertes y firmes. Siento preocupación dolorida ante la creciente debilidad de la Iglesia, a la que creo amar mucho. Es mi casa. Me pregunto si en un futuro próximo el declive de la fe no va a reducir a la Iglesia a un residuo sin relieve. Quisiera que esta Iglesia fuese más evangélica, menos clerical, más participativa. Me duele la propia mediocridad cristiana y la de bastantes católicos, que difumina sensiblemente el testimonio evangélico.

Pero mis lazos afectivos con la Iglesia institucional son, por lo general, débiles y me siento poco conectado con ella. No siempre sintonizo fácilmente con algunas formulaciones doctrinales y morales de la Iglesia católica. Comparto con muchos católicos esta actitud, ya que la adhesión mental y práctica a determinadas pautas morales de la Iglesia no es tan clara ni tan generalizada entre los mismos. Comparto en cierta medida con el ambiente una imagen poco positiva de la comunidad eclesial y de sus pastores. No obstante, desde hace tiempo, tengo bien asumida esta tensión. Una actitud hecha de fidelidad y de libertad, que creo debería ser el talante habitual en la Iglesia. Tal vez mi mayor tentación sea la desesperanza ante el rumbo de la sociedad y el debilitamiento evangélico del conjunto de la comunidad cristiana. A pesar de ello, sigo en la brecha con tenacidad y fidelidad. Estoy comprometido en tareas eclesiales. Me siento también ciudadano en esta sociedad concreta. Me implico en la humanización de la sociedad. Para ambas tareas encuentro en la fe y en mi pertenencia a la Iglesia y a la Compañía de Jesús motivación fundada y fortaleza.

Dicho esto, voy a enumerar algunas (pocas) peticiones que dirigiría al nuevo Papa. Algunas de las cosas que pido no es porque estén ausentes en la Iglesia, sino porque me gustaría que se fortalecieran y primaran sobre otras preocupaciones.

Me gustaría que guiara a la Iglesia hacia una permanente conversión. En los escritos del Nuevo Testamento, convertirse equivale a renovarse. No me gusta una iglesia anquilosada y tradicionalista que, a veces, parece entender la renovación como restauración según el modelo de tiempos recientes ya caducos. Me gustaría tener una iglesia llena de creatividad, valentía y paciencia para renovarse. Renovada desde la fe, desde la debilidad de los pobres, más modelada en su conducta por los valores evangélicos, más auténtica testigo de la fe.

Me gustaría que abriera la Iglesia al mundo. No me gusta una iglesia a la defensiva de sus derechos y privilegios o beligerante para conquistar espacios de poder, que sólo ve enemigos fuera de sus muros. Me gustaría una Iglesia abierta a la sociedad y al mundo, acompañante de la humanidad en la búsqueda de la verdad, en el compromiso por la justicia y la práctica de la solidaridad.

Me gustaría que hiciera una iglesia más fraterna y participativa. No me gusta una iglesia tan jerarquizada, impositiva e inquisitorial. Me gustaría una iglesia más fraterna, dialogante, humilde, tolerante, participativa, integradora.

Que liberara a la Iglesia de la obsesión por el sexo. Me molesta una iglesia cuyas preocupaciones morales vuelven de manera reducida, tediosa y repetitiva sobre la moral sexual. Me gustaría una iglesia defensora de la vida en todas las circunstancias, opuesta a la guerra, que luche por eliminar la lacra de la pobreza, que defienda dentro y fuera la dignidad y derechos de todas las personas, que abogue por las minorías, que fortalezca la igualdad de la mujer y el hombre y que amplíe su solicitud por todos los pobres, pecadores, enfermos, desfavorecidos y excluidos.

Que abriera la Iglesia a un discernimiento teológico y moral sobre las siguientes cuestiones, entre otras: el gobierno central de la Iglesia y la curia romana, el colegio cardenalicio, el nombramiento del Papa y los obispos y la edad de retiro de los mismos. La colegialidad y la autonomía en comunión de las iglesias locales. La transparencia de su administración y la autofinanciación de las iglesias. El celibato de los sacerdotes. La admisión de la mujer al sacerdocio. El control de la natalidad. El reconocimiento de la homosexualidad como forma humana legítima de realización en pareja. La forma en que, quienes ven destruido su matrimonio y rehacen su vida con otra persona, no sean excluidos de la comunión eclesial.