Escribo estas líneas antes del domingo, por lo que cuando se publiquen habremos pasado ya la línea, simbólica al menos, que debería marcarnos el punto de partida de un proceso en el que podamos redefinir un sistema constitucional en el que todas y todos nos sintamos a gusto. Un «hogar de la ciudadanía» en el que cada cual pueda tener su habitación propia y en el que no falten esos espacios comunes donde gestionar lo común. Asumiendo que esos terrenos, como pasa en las mejores familias, siempre serán tensos y en ocasiones agridulces. Mi optimismo es en todo caso limitado, después de lo vivido en las últimas semanas, en los últimos meses, incluso en los últimos años. No sé si tenemos actores políticos a la altura del reto que tenemos planteado. Mucho me temo que sin un cambio de protagonistas será imposible rodar un guion distinto que nos muestre en la pantalla cómo todas y todos somos seres mestizos y viajeros, migrantes y buscadores, sujetas y sujetos que nos deberíamos definir más por el equipaje que por nuestras pertenencias. Algo que quizás veríamos con claridad si en este país no hubiéramos renunciado a la memoria.

Justamente por eso, porque yo siempre me he sentido como Gloria Anzaldúa en las fronteras --fronteras indecisas, gerundio queer--, me producen tanto rechazo y hasta miedo las patrias, las naciones, las banderas. Huyo como de la peste de todo lo que intenta absorberme en una identidad colectiva en la que es tan fácil perder la cordura en nombre de los sacrosantos vínculos colectivos. De ahí mi huida de las religiones, de los clubes que te marcan como si fueras una pieza de ganado, de las ideologías de partido que nublan la libertad de pensamiento, de los espacios en los que se exige una fidelidad que inevitablemente conduce al cinismo. Tal vez por eso nunca me emocionaron los himnos, ni las oraciones en público, ni los púlpitos. La historia se ha encargado de demostrarnos cuántas víctimas andan perdidas en la cuneta de la memoria gracias precisamente a quienes pretendieron salvar la patria y a quienes no entendieron que en un país decente o cabemos todos y todas o no cabe ni Dios.

Estos días he vuelto a sentir tristeza y miedo ante las banderas a las que tantos se abrazaban, alimentando así el pulso de machitos en que ha acabado convertida la tensión entre el Gobierno español y el de Cataluña. Como en cualquier otro momento de crisis, se han ido poniendo al descubierto los verdaderos rostros de quienes durante cierto tiempo se presentaron ante nosotros como demócratas, se han liberado los demonios que la Constitución del 78 no ha conseguido domesticar y hemos asistido al lamentable espectáculo de lanzar vivas a una patria que no merece ser alabada al menos hasta que deje de alimentarse con la mecha explosiva de la confrontación. Una vez más las banderas han servido para envolver, pero no para ocultar, la mediocridad de muchos, la ira propia de quienes no saben conversar, la energía tan mal administrada por quienes necesitan un enemigo en frente para poder definirse a sí mismos.

He vuelto en estos días a un libro que debería ser de lectura obligatoria en los colegios y las facultades, las Tres guineas de Virginia Woolf, y me he reconocido en esa mujer que escribe desde las afueras y que no se siente parte de un mundo que entendía que ella, por razón de su sexo, no podría nunca ser equivalente a los varones. He vuelto a entender la rebelión de Virginia contra la patria, ese pacto juramentado de padres que siempre ha justificado el heroísmo de la violencia, y he sentido ganas de quemar todas las banderas. En esa hoguera donde muchos quemarían libros y en la que descubro que, como hombre disidente de tantas cosas que soy, yo tampoco tengo patria ni quiero tenerla.

* Profesor titular acreditado al Cuerpo de Catedráticos de Universidad de la UCO