Arde la catedral de Notre Dame y suena tal campanada de arrebato que parece que se quemara el mundo. París es así de imponente. Algo más que una ciudad de oro, algo menos que el paraíso. Casi tan determinante como Nueva York. En la ciudad del río Hudson, en septiembre de 2001, Bin Laden derrumbó las Torres Gemelas y comenzó a cambiar el mundo. Nos vamos haciendo más agresivos y peores desde entonces.

¿Qué ocurrirá cuando conozcamos hasta donde hincó la llama su diente rojo de infierno caprichoso y tengamos un balance de daños? La respuesta empezó a cocerse en el instante mismo que la pira histórica era indomable y la aguja de la catedral aún no se había derrumbado, entre un volcán de cenizas, como la corona desahuciada de un ninot llamado Zeus. El presidente de Francia, señor Macron, anuncia solemne y encorajinado que la catedral será reconstruida en su totalidad, y pocas horas después sabemos que grandes ricos franceses anuncian talones de hasta 300 millones de euros a tal fin. Generosidad máxima. Existen personas, e instituciones dirigidas personas, que llegan a dar este tipo de donaciones deslumbrantes. Entonces el milagro gótico de Notre Dame volverá a renacer así que pasen unos años, pues poner una catedral en pie es solo cuestión de dinero y determinación.

Más difícil es recomponer el desgarro que produjo al mundo la demolición de las Torres Gemelas, o el drama del brexit, los desatinos de Trump, y ¡quién detiene a esos comandos de ricos industriales y comerciantes chinos que negocian y compran por todo el mundo! El hombre fue capaz --pues de siniestros hablamos-- de reconstruir gran parte de la Europa arrasada por Hitler y los millones de bombas aliadas, e incluso logró convencer a una gran parte de los alemanes para que se transformaran en un pueblo más solidario y mejor. Pero se ha declarado incapaz de diluir el virus del totalitarismo y atemperar la brasa del violento. Observar los últimos días a Santiago Abascal asomado a una ventana palaciega tocado de yelmo, copia de los que llevaron los soldados de Carlos I, sonriendo como un comediante, te puede llevar a la mofa y hasta la chacota. Pero no cabe desternillarse tan rápido, pues pronto compruebas que en realidad es la imagen en la que se encuentra más a gusto y cómodo; como también gozará al imaginarse cubierto por sombrero de capitán de Tercio Viejo de Flandes o caballista destacado del duque de Angulema.

No parece haber suficiente dinero en el mundo para disolver las peores sentinas de esta parte tan siniestra del ser humano, esa que le lleva a morder, escupir y en ocasiones matar por causa de la raza y la religión. Y en nuestra España, quizás también como consecuencia de esa guerra civil que tanto nos divide y enfrenta ochenta años después.

* Periodista