Confieso que soy adicta a Wallapop y que sufro por ello lo indecible. Aténganse a la definición canónica del adjetivo: «Que no se puede decir ni explicar». Por eso mismo, he resuelto explicarlo aquí, en esta columna.

Sobre la adicción: Wallapop parece hecho a mis hechuras: soy una mujer contradictoria que tanto compra con compulsión como pretende vivir con lo justo en perfecto orden. Antes sufría para deshacerme de todas aquellas cosas que no deseaba. Ahora las vendo en un pispás, porque hay que reconocer que mis precios no tienen rival. La avaricia no me afea.

Esta semana, sin ir más lejos, he vendido una mesa de jardín a un precio de ganga. Fue ponerla a la venta el sábado por la tarde y ya tenía cuatro compradores interesados. Uno de ellos -aquí la llamaremos Vero- quiso ver la cosa y me visitó. El lunes a primera hora volvió con una furgoneta, cargó la mesa con sus sillas, me entregó el dinero y desapareció de mi vida. Es estupendo que estas cosas ocurran. El triunfo de lo pequeño, lo personal, lo cercano, lo insignificante. Wallapop unió mi vida a la de Vero aunque fuera solo durante 40 minutos y nos hizo felices a ambas. Qué hermoso.

Sobre el sufrimiento: algo empaña esta felicidad perfecta. El sábado, nada más ver el anuncio de la mesa de jardín, Vero me escribió, decidida: «Me lo yebo». Tras ver la mesa regresó a casa, midió su vehículo y me informó: «Me cave, bengo el lunes». Y en efecto, el lunes, con máxima puntualidad, Vero anunció su salida: «Ya boy para ayá». Le di unas breves instrucciones respecto al aparcamiento y contestó al punto: «Bale». Más tarde le di a Vero la máxima calificación: cinco estrellas. Ninguna referencia a todos los desastres ortográficos de que había sido testigo durante la operación. Sin embargo, a modo de íntima revancha, escribí en el apartado dedicado a «valoración»: «Fiavle y seria. Muy vuena compradora». El dolor me lo guardé para este artículo, porque sabía que sin duda ustedes iban a comprenderme.

* Escritora