Así, como prendido al título de uno de sus últimos libros publicados, se ha ido siguiendo la estela refulgente que siempre guió sus sueños José de Miguel Rivas, un poeta mucho más grande de lo que él, pudoroso y cegado por el brillo de sus amigos de Cántico, se permitía creer de sí mismo. Hombre cordial, generoso y dueño de un humor blanco que podía tornarse sarcástico a la hora de afilar epigramas, fue un enorme poeta de aroma clásico, aunque será injustamente recordado -él decía, mintiendo, que la posteridad le traía al pairo- solo por sus sonetos. Le gustaba que todos le llamaran Pepe, o incluso Pepito si el apelativo procedía de sus amigos de siempre, en una especie de guiño por los tiempos de vino y rosas compartidos. Pero, a los 97 años que arrastraba, su época y sus gentes -salvo Ginés Liébana, el incombustible- se habían acabado hacía tiempo, acentuando aquella soledad de niño bien y complaciente, siempre haciéndose querer, de la que nunca pudo zafarse ni en lo personal ni en lo literario.

Porque jamás le llegaron los reconocimientos y atención pública que su obra merecía más allá de la crítica especializada, que ha elogiado la orfebrería, entre arabesca y romana, de su palabra culta y fresca a la vez, con sabor y prestigio antiguo, su soltura métrica y sentido del ritmo. Pero al mismo tiempo esa crítica, sin saber exactamente cómo clasificarlo dado que Pepe de Miguel no empezó a publicar hasta 1983, con 60 años, lo consideraba una especie de adherencia a Cántico -como segunda generación del grupo, junto con Vicente Núñez, lo llegaron a catalogar- por compartir con sus miembros camaradería, aficiones y pulso poético.

La afiliación acabó resultándole un regalo envenenado, pues mientras lo acercaba a nombres prestigiados como Molina, Bernier, García Baena o Mario López -los conoció a través de Julio Aumente, compañero de este abogado a su pesar en la Facultad de Derecho de Granada-, le robaba identidad propia. Tampoco es que Pepe de Miguel reclamara honores, y a decir verdad creo que no los echó demasiado en falta, ya que en su naturaleza noble y sin recodos no había lugar para amarguras, resentimiento ni envidia. Al contrario, retraído y carente de afán de protagonismo, no solo tenía asumido con orgullo el papel de segundón de Cántico sino que ejercía como su memoria documental. Porque Pepe lo guardaba todo, de modo que su pisito de soltero en Ronda de los Tejares era un lujoso almacén de recuerdos encarpetados que mostraba a las visitas con sonrisa de niño travieso: fotos de periplos tabernarios en «tardinoches por aulas vínicas», como versificaba con sorna, y de peroles de bohemia poética en alguna de las fincas de su padre en Trassierra, junto a otras imágenes de locos viajes al extranjero a bordo de su Gordini, cuando solo aspiraba a «quemar la vida», y de la larga estancia en Torremolinos. Recaló en la costa malagueña junto a Pablo García Baena, ambos con el propósito de cambiar el aire asfixiante de Córdoba por la brisa más permisiva del mar, y allí montó una tienda de antigüedades que debía vender Pablo, con lo que el invento terminó por ser un ilustrado chiringuito, pero enteramente ruinoso. También guardaba por miles sus poemas fotocopiados, de los que antes de salir de casa se echaba un puñado a la cartera para regalárselos a cuantos saludaba por el camino. Entonces detenía sus pasitos nerviosos y te contaba un chascarrillo o recitaba sus últimos versos, que luego echaba al montón de los inéditos. Era la forma de perpetuarse de quien, por suerte para él, no creía en la trascendencia. Pero alguien debería rescatarlos y hacer justicia poética.