Tu madre y yo te revisamos nada más nacer: dos manos, diez dedos, dos pulmones llenos de llanto, dos ojos enormes con vista, dos oídos afinados. Comprobamos lo que habría comprobado cualquier animal, y yo sigo reconfortándome en lo más primario de ti: que comas, que duermas, que tus riñones filtren, que digieras. Que tengas una fuerza pequeña que te permita luchar. No te engañes: no somos mucho más que ese laberinto de venas para la vida, del que solo tiene que encontrar la puerta una vez. Por eso me alivia, hoy, que dejes de llorar cuando pongo mi mano sobre tu corazón, y los latidos se me derramen en la palma como mercurio, devorando mi oro, azogándome, amalgamándome, limpiándome de azufre y sal: arrancándome los demonios.

No voy a ser justo contigo ni voy a cuidarte bien. Te quiero demasiado para algo tan helador como la justicia. Te quiero por ti y porque no puedo no quererte. Amo lo que tienes de tu madre. Te busco los gestos de mi padre y mi abuelo, por si puedes resucitármelos. Te busco lo que tienes de la gente que quiero, a la que he fallado tanto, y te pediré lo mejor de mi sangre, mucho más allá de lo que yo la he aprovechado.

Estaremos de acuerdo en un puñado de cosas que son igual de importantes con cinco años, quince años, cincuenta años. No te acomplejes de tu educación ni de tu inteligencia, no impostes las circunstancias de otros, no humilles a nadie, no seas hipócrita. No te sometas ni a los mediocres ni a los tiranos (y los encontrarás, tenlo por cierto). No tengas miedo. Di lo que pienses, con honestidad, y descubrirás que mucha gente tal vez necesitaba tu voz. Lee los libros que digas haber leído. Aprende idiomas, aprende el nombre de los árboles y las piedras, aprende a calcular un rumbo, aprende a calmar a un animal, aprende a enterrarme. Enamórate para siempre y después, y no tengas una risa cruel.

Tienes suerte: llegas a una familia acogedora y asombrosa, de la que espero que aprendas hasta saciarte, mucho más que de mí. Sé lo que heredas de ellos y conozco tu forma de mirar, así que deja que te diga algo. Las personas muy inteligentes, y muy sensibles, son como vencejos. Los vencejos son pájaros que vuelan tan bien que nunca dejan el cielo. Duermen, comen y viven describiendo picados a una altura que solo podemos intuir. Si se posan, anidan en paredes también muy altas, libres de la tierra y su peso. Un vencejo pequeño, todo fuerza y viento, crecerá en su propio mundo, al servicio de la belleza y el aire, pensando por encima de la gravedad. Pero si un vencejo cae al suelo, no tiene fuerza para despegar solo. Queda asustado y débil de repente, inútiles sus largas alas, a merced de todos los peligros. Y Javier, yo no puedo prometerte riqueza o facilidad, ni lenidad, ni orgullo, ni larga vida. Pero sí, como todos los tuyos, que cada vez que te caigas te acunaré en mis manos, y curaré tus heridas, y te daré mi sangre y mi tiempo y mi calor, y te lanzaré de vuelta al cielo. Así que vuela. Vuela, vencejo.

* Abogado