Llorona. La voz de la mujer, estridente, nasal, quejica. Así, a lo largo de la historia, han calificado la voz de las mujeres el discurso público en la esfera política o de poder. Las mujeres, durante mucho tiempo, tuvieron que presumir de andróginas para hacerse valer. Masculinizarse para ser escuchadas. Volverse agresivas en su puesta en escena, ejercitar la voz para que resulte más grave. Las mujeres hemos tenido que disimular nuestra feminidad para, sobre todo, no ofender a los poderosos y a los que no han querido nunca aceptar una mujer líder.

Mary Beard lo cuenta excepcionalmente bien, y ahonda en un tema que me preocupa todavía más que la escasa voz que tenemos las mujeres en la primera línea del poder: que las mujeres, cuando tenemos oportunidad de hablar, nos especializamos en nuestro tema. Sí, para que la igualdad sea real y efectiva, para que las mujeres podamos liderar movimientos, deberíamos normalizar nuestra causa. Cuando la desigualdad, el machismo y la violencia de género sean cuestiones universales, nos preocupen a todos y los portavoces, las comisiones y los estudios sean liderados igual por hombres que por mujeres, las mujeres podremos desespecializarnos.

Si solo a las mujeres nos interesa tratar los temas que nos afectan sobre todo a las mujeres, no avanzaremos. Nos seguiremos moviendo en términos de cuota: si no hablo yo de las escritoras, si no hablo yo de la desigualdad, si no hablo yo del machismo... nadie lo hará. De modo que la infrarepresentación de las mujeres en política y en los círculos de poder no solo es alarmante en número, sino también en temática. Si de cada diez hombres, hay tres mujeres... y esas tres mujeres se especializan en nuestros temas, los hombres tendrán su cuota resuelta con nosotras y seguirán con su política masculina, universal, económica. Esa es una de las dinámicas trampa en las que nos hemos visto envueltas. No solo somos cuota para la foto final, sino que además no podemos todavía intervenir fuera de nuestra problemática. Acabaremos, también, con eso.