Mi amigo Felipe se niega en redondo a admitir la nueva normalidad. No se fía ni un pelo de la dirección que lleva esta estrategia de desconfinamiento del Gobierno. Ya ese sintagma sospechosamente artificioso, «la nueva normalidad», le hace temblar y rehuir. Si efectivamente estuviera todo bien, deberíamos llamarle normalidad, así a secas. Pero se ve que la normalidad no será normal por mucho tiempo, y ni Simón ni Illa ni Sánchez quieren volver a pillarse los dedos. Por eso Felipe se niega de plano a salir a la calle. Ni sin mascarilla ni con mascarilla. Que no sale y que no sale. Y de ahí no hay quien lo saque. Por lo menos, hasta que exista una vacuna segura, a ser posible hecha en este lado del mundo, y que la hayan probado unos cuantos millones de personas antes que él.

Lo he tentado con unas cañitas en una terracita bien ventilada y desinfectada, atendida por camareros pulcros y provistos de mascarilla. Pero, qué va, lo único que le podido sacar es una cervecita virtual por videoconferencia desde su refugio. Si su necesidad de contacto social siempre fue, por naturaleza, muy limitada, este coronavirus ha venido a confirmar y reforzar su amor por la vida, junto con su personal visión de ésta como una experiencia esencialmente subjetiva y solitaria. Y arriesgar algo tan valioso como la propia vida por una mísera cerveza, rodeado por un invisible ejército de virus, se contradice profundamente con sus principios, convencido como está de que cualquier cosa posible acaba ocurriendo, por muy pequeña que sea la probabilidad de que ocurra.

Con Felipe ya me di por vencido. Él está seguro en casa; bueno, todo lo seguro que puede estar un científico escéptico con una fe limitada en una ciencia en perpetua reconstrucción. Ahora el problema lo tengo yo conmigo mismo. Porque yo nunca fue así. En mi vida siempre fui muy confiado, escéptico en la ciencia, pero convencido de que la vida está para vivirla y gastarla, no solo para estudiarla y conservarla a toda costa. Lo nuevo y desconocido era, para mí, sinónimo de emoción, aventura; y oportunidad para el gozo, aparte de para aumentar mi nivel de conocimiento sobre todo este complejo y desconcertante mundo que nos rodea.

Ahora, después de tres meses encerrado y aislado en casa, tras cientos de horas viendo películas clásicas, leyendo libros de chamanismo, filosofía, neurociencia y cosmología, manteniendo clases y tutorías por videoconferencia y correo electrónico, versionando grandes éxitos de mis cantantes favoritos de cuando la universidad, y enfrascado en intrascendentes discusiones por WhatsApp y Zoom, siento que después de esta intensa experiencia ya no soy la misma persona. Mi cerebro, confinado y sometido a todos esos estímulos virtuales, parece funcionar diferente. Y me temo que no es para mejor.

Me da miedo la suciedad y la contaminación, y me paso las horas lavándome las manos, limpiando y desinfectando todo lo que llega a casa; pavor siento con solo imaginar que toco una silla en un restaurante o el tirador de la puerta de un baño público. Me da miedo el simple hecho de salir y andar por la calle sin poder controlar lo que pueda pasar. Me da miedo entrar un centro comercial y sentir que estoy muy lejos de una salida y más lejos aún de mi coche y de mi casa. Me da miedo la multitud, la simple idea de que pueda producirse una aglomeración y verme rodeado de cientos de personas desconocidas. Me da miedo caer enfermo; la inquietante idea de que pueda ocurrirme algo malo me deja helado e inmóvil. Me da miedo la muerte, hablar de muertos o simplemente ver una película de muertos que regresan. Y me da mucho más miedo que antes la soledad. Y terror a reconocer que me voy a quedar solo para el resto de mi vida en esta nueva normalidad de mascarilla y dos metros de distancia.

Ahora que nos adentramos en la nueva normalidad, parece que voy a necesitar un andador para volver a vivir.

* Profesor de la UCO