Ahora que la vida es feria para Córdoba --feria y urnas--, jornada en la que se aúnan hoy la responsabilidad y la fiesta, bueno será buscar alguna reflexión apropiada para el momento, para el ambiente. Y para eso, nada mejor que tirar de la anécdota. Uno de los padres del desierto egipcio, abba Sisoes, dejó escapar un día esta reflexión: «Si Dios hubiese pedido la opinión de los teólogos de la escuela de Alejandría de Egipto para elaborar el Decálogo, hoy en vez de diez tendríamos mil mandamientos». Algo parecido repitió un político alemán que ha entrado en la historia, Konrad Adenauer, con esa «salida» que ataca un vicio no exclusivo de la política, sino bien presente también en la esfera eclesial: «Comprendo por qué los diez mandamientos son tan claros y nada ambiguos: no fueron redactados por una asamblea», dijo Adenauer. Pensemos en algunas de esas asambleas, donde se escuchan más voces que una sola voz clara, diáfana, autorizada, o recordemos tantas reuniones como hoy proliferan, muchas veces interminables, en las que, al final, apenas si se saca una conclusión que valga la pena llevarla a la práctica. «Y sin embargo --subraya tambien la cita de la frase de Adenauer--, ahí delante tenemos esas diez palabras firmadas por el dedo de Dios, como dice la Biblia, ejemplo de claridad, concisión y precisión impositiva». Es oportuno, pues, en esta hora, purificar la palabra, los pensamientos, la reflexión, para ir a lo esencial. Hay que volver al corazón de los problemas, a la sustancia de la fe, a los principios fundamentales de la moral. Es indispensable proponer de nuevo los temas «últimos», como muerte, vida y más allá, bien y mal, sufrimiento, justicia y verdad, amor y belleza, sin detenernos en tantas cuestiones «penúltimas» que son marginales y dispersivas. Asimismo, nuestra mirada tiene que llegar también a la vida cotidiana profana, donde asistimos a menudo al triunfo de la «cháchara», del exceso, de la exasperación verbal, espejo de almas superficiales y colmadas de banalidad. «Los hombres de pocas palabras son los hombres mejores», decía lapidariamente el Enrique V de Shakespeare. Sí, quien es de pocas pero sustanciosas palabras revela una gran riqueza interior. Margherita Guidacci, poetisa florentina, nos hablaba de los ladrones del presente, con una imagen personal: «Mientras miraba alternativamente desde las dos ventanas abiertas al pasado y al futuro, los ladrones entraron sin dificultad en la casa y me robaron todo el presente». Vale la pena caer en la cuenta de la lección que nos ofrece la metáfora. ¡Son tantos los ladrones del presente que se aprovechan de nuestras distracciones para robarnos el instante en que vivimos! La nostalgia del pasado nos hace mirar atrás con melancolía. Pero también se da el frenesí por el futuro, que nos hace estar siempre tensos, exaltados, inquietos. De ahí la importancia de «comprender esta hora», como decía Jesús a sus oyentes, de amar el instante en el que Dios nos coloca continuamente, a la espera el instante único, perfecto y definitivo de la eternidad. La sociedad, hoy más que nunca, necesita volver al corazón de los problemas, para captar bien las verdaderas soluciones. De lo contrario, será fácil la manipulación y el engaño. A la vista está.

* Sacerdote y periodista