Me gusta visitar cementerios pero no soy dada a visitar difuntos. Una vez, hace veinticinco años, dejé rosas rojas sobre la tumba de Antonio Machado en Collioure. Hice lo mismo ante los centenares de nombres grabados en el marco de acero de las dos impresionantes piscinas que ocupan el lugar donde vimos caer las Torres Gemelas de Nueva York. Ah, y una vez me emocioné al leer en cirílico el nombre de Anton Chéjov en una lápida del cementerio de Novodévichi. Nunca he entendido los homenajes a pie de tumba. El día de Todos los Santos me quedo en casa leyendo.

Estoy perpleja: frente al inviolado descanso de Francisco Franco se forman ahora unas colas que ni el Salón del Manga. Como no he ido nunca --ni tengo intención-- al Valle de los Caídos ignoro qué espectáculo ofrecen los despojos al visitante, pero sospecho que no habrá mucho que ver. ¿La losa granítica, el nombre del dictador que murió de viejo, tal vez una bandera de España? ¿Algo más? No me parece que la cosa merezca ni cinco minutos de cola, la verdad. Sobre todo, porque ir hasta allí significa darle la razón al dictador en algo: el mausoleo macabro cumple su función, que es la de evitar el olvido. Para eso se mandó él enterrar con rimbombancias de faraón egipcio, para que su nombre siguiera ahí, proclamándose.

En cambio, no hay lápidas ni nombres sobre los centenares, miles de hombres y mujeres, de uno u otro bando, que aún aguardan a ser desenterrados de las fosas comunes de nuestra guerra civil. Hay aún supervivientes que buscan hermanos, cuñados, personas robadas a su gente y a su vida, a quienes vieron por última vez hace 80 años. Frente a ellos no se forman colas, ni hay nadie que les pinte palomas sobre sus nombres en señal de protesta. Muy pronto ni siquiera quedará vivo nadie que los recuerde. El olvido caerá implacable sobre ellos. Al dictador lo depositaremos en algún otro lugar digno. Ellos seguirán en las cunetas. No podremos llevarles rosas rojas ni rendirles homenaje aunque deseemos hacerlo.

* Escritora