El mundo está compuesto de familias. Según la Declaración Universal de los Derechos Humanos, es el elemento natural, universal y fundamental de la sociedad y no solo es la consanguinidad, sino la afinidad y hasta la corresidencia lo que hace que la familia sea la esencia de todo. La medida de la tierra no son los kilómetros, son las comunidades que habitan en ella, sus familias. Familias poliédricas, diversas, singulares, multirraciales, de muchos o de no tantos. Y esas familias, desde Wuhan a Nueva York, desde Milán a Córdoba, son todas iguales y el virus tratará de roer sin distingos los cimientos en los que todas se asientan.

Maria acaba cada noche exhausta. El confinamiento le hace estar sola al cuidado de su familia, ella y un hijo de corta edad, largamente soñado hasta que llegó a su vida. María lo cuida sola, teletrabaja para no perder el empleo, se encarga de las faenas de la casa, baja la basura sin respiro y encarga, como puede, la comida. Si le preguntamos, nos dirá que toda esa carga en soledad le pesa demasiado, pero que el virus le ha regalado un tiempo extra para ser mamá.

Todas las familias hemos ganado tiempo, la oportunidad de reencontrarnos y de recuperar lo perdido. Padres que ejercen de maestros, cuidadores y compañeros de juegos; hijos que descubren a sus padres; hermandades olvidadas; parejas desacostumbradas a vivir tanto y tan intenso. El virus puede que los reencuentre, o les aparte para siempre por esa consciencia más que nunca del carpe diem. Familias unidas ahora por el cordón invisible de Zoom, ese gran descubrimiento de a quien le fue tantas veces denegado el visado de entrada en EEUU procedente de China -paradojas de la vida -; familias que ahora cocinan juntas y comen a la misma hora; familias divididas pero intactas, unidas pero puede que muy distantes en el espacio. Da igual, porque el espacio no existe si tecleas «!hola mamá!» y te contestan «¿Qué tal estás, hijo?»; familias con abuelos, con tias y tíos, con sobrinos, nietos, hijos pequeños, adolescentes, o hasta los muy mayores que volvieron.

Pero hay, tristemente, otra gran coincidencia de todas las familias, sin excepción: el sufrimiento que arrastran por la pérdida irreparable y a destiempo de alguno de sus miembros. Un insoportable desgarro común: el duelo invisible, la despedida imposible y la impotencia de saber que los que se han ido, han muerto solos.

Bécquer me descubrió el gélido sentimiento de dejar tan tristes, tan solos los muertos, hoy hay algo que me infunde mucho más que miedo cuando se, que además, han muerto solos.

* Abogada