El lenguaje es el ápice de la inteligencia, pero también el troyano de la manipulación. Es difícil reparar en la estética asepsia de un concepto, como si observásemos el logrado diseño de una bala que nunca se va a disparar. Si llegásemos después de un tiempo a nuestro país, pulcramente desinformados, y nos topásemos con la expresión Pin Parental, es posible que la identificásemos como una lúdica ocurrencia relacionada con la evolución humana, acaso gestada por el equipo de Arsuaga en una de las impagables prospecciones de la dolina de Atapuerca.

Pues no. Resulta que es una sutil avanzadilla de un tradicionalismo en alguno de sus componentes no falto de razón, reforzado por la torpísima respuesta de la señora Celaá, que ayuda a trasladar la advocación de Covadonga a los cantones de Cartagena. Admitamos que los hijos no pertenecen a los padres, de la misma manera que Amancio Prada cantaba «Libre te quiero, como arroyo que brinca, pero no mío». Si no es así, habría que recordar que una de las constantes apelaciones de la comunidad educativa respecto al fracaso escolar es la menor implicación de los progenitores, ergo el entorno familiar es una variable crítica en la formación de la personalidad. Desde luego, no se trata de fomentar incubadoras de homófobos, ni de alentar elitismos que perpetúen privilegios, aunque en este último caso las costuras también saltan por otros lados: Respetando la amplia diversidad de los pueblos de España, si el Estado hubiese mostrado esa contundencia en política educativa, es muy probable que no se hubiese resentido tanto la coherencia y la solidaridad interterritorial.

Este país no puede permitirse un revanchismo continuo en materia educativa, como si los pupitres fuesen los últimos vestigios de las cesantías decimonónicas. En la larga marcha hacia la aconfesionalidad del Estado, sería nefasto mimetizar la torpeza de la Constitución del 31, que en su artículo 26 proscribió sin nombres y apellidos la Compañía de Jesús. No es el caso en la del 78, donde la educación se cohonesta con el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales, armonizando dichos principios con el derecho que asiste a los padres a que sus hijos reciban una formación religiosa y moral conforme a sus convicciones. Un Estado fuerte debería sustentarse en la defensa a ultranza de los valores universales, y en favorecer con todos sus medios la luz del conocimiento. De poco sirve utilizar las virtudes como armas arrojadizas. En esa peligrosa querencia, no estaría mal recordar que, para Robespierre, la virtud y el terror son dos caras de la misma moneda, apostillando que «la virtud, sin la cual el terror es dañino, y el terror, sin el cual la virtud es impotente». A todos los que gustan este enésimo ensayito de las dos Españas, prefiero ser menos virtuoso, pero más condescendiente.

* Abogado