Klara es la violinista de la puerta de nuestro puente Romano. Un día apareció como las golondrinas aparecen cada primavera por el cielo del río, como los ruiseñores cuando en abril anidan por los sotos, igual que las cigüeñas planean sobre las aguas. Llega a media mañana, saca su violín, y la música es como una niña que acompañase al horizonte hacia el mar soñado. Surge a media tarde, cuando el sol sale por el arco y se despide de Córdoba y sus torres. La melodía se une a las campanas; se hace a veces azul; a veces se convierte en paisaje, en rosas, en jazmines, en un tiempo que se fue y aún no lo sabemos. Es frágil y sutil; fuerte y profunda. Nos hace soñar, nos ayuda a expresar lo que nuestro corazón quisiera decir cuando se asoma al infinito de las nubes, cuando la mañana logra su plenitud o la tarde se va en su silencio. A veces va dejando una estela de luz y melancolía. A veces es la añoranza de unas manos, el recuerdo de un beso, una mirada que se pierde, el anhelo de un mundo siempre entrevisto y siempre inalcanzable.

¿De dónde habrán venido esos dedos como pétalos, ese alma como brisa? ¿A dónde irán cada noche, cuando la música calla y el atardecer se queda de nuevo palpitando en su nostalgia? Sólo habla la música. Los ojos miran hacia el infinito. Parece que no hay nadie, que sólo están las melodías entre las viejas piedras, envolviéndose, apagándose, sembrando jazmines, azahar, geranios, buganvillas. El pueblo cobra vida. ¡Tantos días perdidos, tantas almas que vinieron por el puente, y salieron, y pasaron! Asoma, grande y dulce, la luna.

*Escritor