El fascismo es una negación de la libertad individual, sometida al yugo colectivo. Esto, y muchas cosas más. Cada uno tiene su idea personal del fascismo; pero cuando se trata de llevarla a la práctica y detectarla en nuestra inmediatez, la realidad excede el cupo de la teoría. Todos estamos más o menos de acuerdo en una afirmación general de lo que es el fascismo, hasta que nos toca los ojos. Entonces revisamos nuestro campo de visión, estiramos los brazos sobre lo más cercano y tocamos el nervio de nuestra propia piel. Hace no demasiadas semanas escribí un artículo titulado precisamente así, Fascismo, para hablar de la situación en Cataluña. El asunto y el texto, más o menos, consistía en establecer un paralelismo razonable entre las estrategias dictatoriales de algunas dictaduras europeas en el período previo la segunda guerra mundial y la actual situación de Cataluña, con una población abocada al fragmentarismo, voluntario o no. El razonamiento venía a ser el siguiente: si en cualquier territorio se somete la opinión individualizada al rodillo general de un pensamiento único, valiéndose de las ventajas administrativas y políticas de un gobierno al servicio de la secesión, o de cualquier otra idea, para imponerlas a una mayoría que disiente o permanece callada, o a una minoría en disenso, no estaremos ante una democracia, sino ante un sistema controlado, o dirigido, de participación política. Es lo que viene ocurriendo en Cataluña desde hace demasiado tiempo, sin que la estructura general del Estado haya tomado partido en la defensa eficaz de un territorio que también tiene sus propios nacionales, con derecho a una defensa.

Veamos: si no puedo salir por la noche y tomarme una copa en Barcelona o en cualquier otra ciudad manteniendo mi postura en la conversación de que España es una unidad indivisible, sin verme obligado a defender mi integridad física a guantazos, es que no vivo en un estado que garantice, verdaderamente, ni mi derecho a la libertad de expresión ni el principio de legalidad. Lo hemos comprobado gracias al grupo Arran Països Catalans, una de las formaciones de la CUP, que lleva varios días arrasando el Moll Vell de Palma de Mallorca, asaltando un restaurante y una hilera de barcos atracados en el muelle, con bengalas y pancartas contra el turismo. «Paralizar el turismo masivo que destruye Mallorca y que condena a la clase trabajadora de los Països Catalans a la miseria», han dicho. Luego, desde Twitter, han asegurado que continuarán «luchando, sin miedo, porque quien no se mueve no siente las cadenas. Hacemos acciones mediáticas para poner el debate sobre la mesa, porque el turismo explota y nada ha cambiado (...). Trabajos precarios, desplazamiento de los vecinos, carreteras saturadas, tiendas de barrio que cierran y abren otras destinadas a los turistas. ¿Qué joven puede emanciparse ahora mismo con un sueldo de trabajo turístico? ¿Qué estabilidad podemos tener?». Son los mismos que el jueves pasado atacaron un autobús turístico de Barcelona. La fiebre está echada, con su calor de años, porque da la sensación de que este ritmo pendular de la sangre viene a repetirse con su sangría de frases encontradas, en un vacío sonoro de argumentos, como si todos aguardáramos, en silencio, un saco de voces entregadas a la claudicación de un tiempo único. Lo alucinante del caso es la explicación de la CUP, si es que puede llamarse así, a las intervenciones violentas de su filial salvaje: como para ellos el Govern es demasiado moderado -o sea, relajado para con la independencia-, están legitimados para ejercer una violencia propia en virtud de la sangre derramada a lo lejos. O sea: que desde toda España tenemos la impresión de que el Gobierno catalán no está sujeto al Estado de Derecho, sino que vive en una inercia propia entre la realidad y el deseo, y resulta que dentro de sus filas la lucha es mucho más terrible: entre la aspiración, legal o no, de una secesión que pase por encima de la voluntad general, y el totalitarismo de una voluntad que se imponga a propios y extraños con un candado legalizado.

Mientras, la Generalitat de Cataluña se niega a entregar a Aragón las 44 obras de arte sacro de monasterio de Sijena. Si se respeta, el imperio de la ley es una plenitud individual. La violencia institucional y la efectiva no garantizan un proceso democrático. O estamos en el derecho y la ley, o en la intimidación institucional, violenta y efectiva. O sea: o un fascismo para las rifas, o libertad en el pecho.

* Escritor