La proliferación de delitos cometidos por jóvenes y adolescentes es ciertamente preocupante, si nos atenemos a algunos de los datos más recientes de la Fiscalía General del Estado (2017) y crea alarma social, como ha ocurrido en los casos más recientes que han impactado en la opinión pública de manera contundente. Aunque el número de homicidios se califica como «no alarmante», lo cierto es que el porcentaje de delitos más leves, pero que denotan un estado de las cosas que debe mantenernos alerta, ha ido aumentando. Lesiones, violencia machista, agresiones y abusos sexuales, robos y acoso o bullying en los centros escolares, sin contar con el fenómeno creciente de la violencia ejercida por los hijos contra los padres, conforman un iceberg del que hemos percibido su punta en dos episodios impactantes. El primero, y más trágico, el de los tres menores de entre 14 y 16 años que se ensañaron brutalmente, hasta el asesinato, con una pareja de ancianos de Bilbao; y el segundo, la desarticulación de un grupo organizado en Alicante, que amenazaba y agredía a estudiantes, con una chica de 15 años al frente de esta agresiva y peligrosa pandilla.

Las causas de esta violencia son múltiples y más si nos referimos a un tema tan complejo como la que se lleva a cabo en el entorno familiar, que tarda mucho en ser conocida, y más todavía en ser denunciada. Al abordar la cuestión debe destacarse: un cierto fracaso educativo, el consumo de alcohol, drogas y estupefacientes, un entorno en exceso permisivo o demasiado asfixiante, pérdida de determinados valores, desestructuración familiar y el llamado síndrome del emperador, o de los hijos tiranos, que describe conductas intolerantes con la frustración, incapaces de afrontar los problemas, unidas a un elevado carácter narcisista.

Sería un error querer trazar un mapa en función de los orígenes sociales, puesto que estas situaciones se dan en todos los estratos. El caso de la violencia filioparental es un ejemplo, puesto que tanto si se refiere al perfil del joven que vive experiencias negativas en casa como al que habita en un entorno más amable, las prácticas son idénticas e igual la dificultad para tratar el problema desde la perspectiva paterna. Suele achacarse a que los padres han intervenido tarde, eludiendo la necesaria disciplina y perdiendo autoridad ante los hijos. Pero es mucho más complejo y afecta al conjunto de la sociedad, donde el deterioro de algunos valores esenciales de respeto y convivencia deja una puerta abierta de laissez faire e indiferencia a los chicos y chicas con más dificultades de integración. Todo ello, unido a que cada vez sean más jóvenes, incluso por debajo de la edad penal, y a las actuaciones ejercidas en grupo (con ribetes xenófobos), debe hacer saltar las alarmas. Actuaciones como los programas contra conductas violentas deben ampliarse y ser efectivas en una lucha que atañe a toda la sociedad.