Dentro de tres días será Viernes Santo y muchos pueblos y ciudades se inundarán de morado. En el caso de la zona en la que vivo porque esa mañana sale a la calle el Nazareno con su cruz a cuestas. Recuerdo haber salido una vez de pequeño en esa procesión, no puedo precisar la fecha, pero sí que fue un día muy caluroso, quizá porque también sería el mes de abril. Han pasado muchos años desde entonces, calculo que en torno a cincuenta, y el próximo viernes de nuevo recurriré al color morado, pero no de una túnica de nazareno, sino por el tercer color de la bandera republicana, puesto que el viernes es 14 de abril, aniversario de la República proclamada en 1931. No me suele gustar hacer ostentación de símbolos de ningún tipo, pero desde hace tiempo ese día adorno mi solapa con una bandera roja, amarilla y morada, tal y como la describía la Constitución republicana en el último párrafo de su primer artículo. Sea cual sea la circunstancia en la que me encuentre, llevo mi insignia, como sé que hacen algunos de mis amigos y colegas, en un gesto que no tiene tanto de reivindicación política como de recuerdo de una fecha histórica que merecería mayor reconocimiento institucional y ciudadano.

Muchos protagonistas de aquellos días han dejado su testimonio de cuanto ocurrió, no solo en las grandes capitales sino también en ciudades más pequeñas. Antonio Machado recordaría lo acontecido en Segovia en su Juan de Mairena (1937), con motivo del sexto aniversario de aquella fecha. Escribía que se le aparecía, desde la perspectiva de un país en guerra, como una imagen «salida de una caja de sorpresas», y evocaba aquellas horas «tejidas con el más puro lino de la esperanza, cuando unos pocos viejos republicanos izamos la bandera tricolor en el Ayuntamiento de Segovia». Decía que la República había llegado de la mano de «las primeras horas de los chopos y las últimas flores de los almendros». También afirmaba que él había escuchado en boca de unos niños, o soñó que así fue, una canción en la que a un romance se le unía el nombre de uno de los capitanes ejecutado en Jaca en diciembre de 1930: «La primavera ha venido/ del brazo de un capitán./ Cantad, niñas, en corro:/ ¡Viva Fermín Galán»/, y que luego la canción continuaba: «La primavera ha venido/ y Don Alfonso se va./ Muchos duques le acompañan/ hasta cerca de la mar./ Las cigüeñas de las torres quisieran verlo embarcar». Y finalizaba con esta consideración tan reiterada en los testimonios de cuantos vivieron aquellos momentos: «Fue aquel un día de júbilo en Segovia. Pronto supimos que lo fue en toda España. Un día de paz, que asombró al mundo entero».

Tener conciencia de republicano, definirse como tal, no es sino un ejercicio de ética democrática, o se puede expresar de manera literaria, como hacía el pasado domingo Manuel Vicent: «Pero hoy ser republicano consiste, no tanto en luchar por ese régimen como en elevarlo a una categoría de reserva natural que sirva para purificar la vida pública. Todo consiste en elegir el morado del espliego frente al de los nazarenos encapuchados». Recordar aquel 14 de abril no tiene que ver con la nostalgia, ni con la idealización del régimen republicano, pues quienes nos acercamos con rigor a aquella etapa señalamos las dificultades y también los errores cometidos, pero no podemos dejar de resaltar que pocos periodos de nuestra historia han sido objeto de tanta manipulación y tergiversación. A algunos de los que se les llena la boca con la exaltación de nuestro sistema constitucional actual, les convendría leer con atención la Constitución de 1931, donde encontrarán los pasos que se dieron para la construcción de un régimen democrático, por desgracia destruido con el golpe de estado de 1936, de ahí que cuarenta años después tuviéramos que empezar de nuevo.

* Historiador