En esta oscuridad normalizada de piel con mascarilla en carne viva, con el dolor a tientas y la esperanza a rastras relativamente, la poesía es la voz que siempre va contigo, con su luz de penumbra y su hondura en las manos. En este diario en marcha de horas lentas, desde que comenzara este desastre, quizá no ha habido una época tan proclive para la lectura de poemas como el confinamiento por el coronavirus: porque toda poesía auténtica guarda una voz detrás, una calidez definitiva que no anida en el tacto o no lo necesita, pero nos ofrece eternidades. Detrás, al fondo del retrato, en su reflejo, en su tono, en su mundo interior: cuando un poema te llega, si se queda en el pecho, estás tocando a una mujer o a un hombre. Esto, que sucede con toda obra de arte cabal, se vuelve más tangible en la poesía, como una carga interna que conduce desde la lectura a la tensión del hombre o la mujer que nos escribe, que nos tienta en el nervio de una vida. Pienso en la novela: claro que hay un autor detrás, con una vivencia y una red de instantes sensoriales, un tejido propio de entusiasmo o de melancolía, la imaginación que pudo ser un mundo que se ha vivido antes; pero si en una narración, cuando está bien hecha, estás tocando el nudo de una historia, en un poema te encuentras con la verdad de un hombre.

Es lo que sucede con toda la poesía de Luis Antonio de Villena. Desde La belleza impura, pasando entre sus tonos más culturalistas, nocturnos y profundamente humanos, hasta cualquiera de sus últimos libros, siempre nos encontramos con la expresión de un hombre que nos habla de frente. Y eso, en estos tiempos líquidos, resulta un lujo extraño. Grandes galeones bajo la luz lunar es su libro de poemas más reciente, una conversación que se inició unos cuantos títulos atrás y se nos vuelve a ofrecer redentora y libre, aguda y elegíaca, aunque entre el desencanto y la desolación se atisbe, en ocasiones, el último esplendor de los cuerpos dorados. El culturalismo en Luis Antonio sigue pleno de vida: William Beckford, Emmy Hennings, Casanova, un Bécquer que no es Bécquer, pero también se llama Gustavo Adolfo y escribe sus poemas en no sabemos bien qué mesa perdida de la noche, con el hielo cayendo sobre gotas de piel. Todos nos escurrimos lentamente hacia una sustancia luminosa que parece acecharnos, más allá de la muerte, en el lento pantano de existir. ¿Hay esplendor secreto? Lo hay en la poesía de Villena, escrita desde una libertad radical de tono y de sentido, que lo mismo afronta la crítica política -y sociológica, también sobre este fin de época con las hordas de bárbaros en las puertas de Roma-, en el acertado poema Democracia basura, que se asoma a esas noches con su blanco satén. Esta poesía liberadora ante la demolición general es un puro presente que vive en el pasado. Escribe: «¿Añoras lo que fue tu vida alguna vez? Ya se ha perdido».

Sin embargo, ha sido gozoso recorrerla y también resistir para cantarla. Este libro es un canto más allá de la pérdida, aunque hablemos la lengua que no domina nadie. Villena aquí establece una premisa: como el novelista Gaito Gazdánov, ya todos somos exiliados rusos. O alquimistas buscando el oro de vivir. Porque somos olvido, cansancio y desamparo, sin divinas locuras. Y la vejez, con esa soledad de angustia que estrangula a golpes de silencio. ¿Poemas excelentes? Por supuesto, los hay: «Sepulcro en Berlín», «Seres vivos», «Aves» o el extraordinario «Gestos», en el que un hombre solo se encuentra en el armario con la copa en que su tía bebía sidra bien fría y, al llenarla él de sidra muchos años después de la muerte de ella, recupera su rostro a través de un brindis invisible; o cuando compra los mismos dulces que su madre le compraba, y ahora escucha su voz de caricia dormida.

Hay evocación de la juventud, con reflejo en el hoy: Una vida feroz, cuando los jóvenes decadentes de entonces hacían esteticismo frente a los comisarios políticos de la universidad. O Viejo poeta: tiempo de esplender y acumular perdido, frente al nuevo tiempo de ceder, abandonar, vender y despojarse… Porque sólo nos quedan las ruinas del templo del otoño. Pero aún hay belleza: peregrina, fugaz, en una última playa de Puerto Colombia. Siguen cuerpos voraces con sus primeros brillos, sin dolor de vivir. Somos presente andando hacia el pasado, bajo una luz lunar. Somos los galeones varados en el fondo, y el tesoro se ha ido. Pero la conversación sigue: porque en toda poesía verdadera, terminamos el libro y encontramos al hombre.

* Escritor