Rhett Butler es un hombre que se casó con la mujer equivocada. Se enamoró de un carácter de fuego calculado con los ojos felinos, de una niña bien que aparentaba caricias de tul en los modales y escondía la dureza de un diamante. No la fuerza, que viene a ser el magma de la tranquilidad, sino la dureza: Scarlett O’Hara era, incluso de muchacha, una mujer voluble y caprichosa que se volvía soberbia o desquiciada cuando se le llevaba la contraria. El drama de Rhett Butler no es la Guerra Civil Americana, en la que multiplicó su riqueza con el contrabando marítimo para las fortunas sureñas que se mantenían en pie, a pesar del bloqueo, ni tampoco un pasado que nos parece turbio, sino enamorarse de la mujer equivocada. Ahora bien: quién no iba a enamorarse de Vivien Leigh/Scarlett, Escarlata de toda la vida en español, con esos ojos verdes que asomaban océanos y un temperamento superior al de la mayoría de los hombres. Cómo no enamorarse de esa mujer en el fondo no fina, aunque lo quisiera aparentar, sino más bien bruta en sus reacciones, pero con un perfil angelical, criada entre los sueños de un mundo perdido, pero capaz de escarbar en la tierra roja de Tara para sacar un nabo, morderlo en mitad de un crepúsculo cobrizo y gritar: «A Dios pongo por testigo que jamás volveré a pasar hambre». Sin embargo, también se equivocó: empezó casándose con un niño, Charles Hamilton -el hermano de Melita- y luego repitió con un viejo, el patilludo Frank Kennedy, para hacerse la dueña del aserradero. Mandar, en definitiva, y seguir siendo objeto de una adoración. El problema vino cuando tuvo que vérselas con un hombre de frente, que antes o después iba a plantarse y mandarla a paseo. Ese hombre es Rhett Butler, su tercer marido, que la ha amado a lo largo de sus dos matrimonios como solo puede hacerlo quien antes y después ha tenido a todas las mujeres que ha querido. Cuando se puede tanto, con tan amplio horizonte, y se quiere así, pensando más en ella que en sí mismo, en sus prioridades y deseos, teniendo un harén al doblar la esquina, es que ese amor es cierto. Por eso cuando se marcha y la abandona su cansancio es ya definitivo. Todavía no es tarde para él, pero el drama de Rhett ha sido su empeño en equivocarse.

Esto es Lo que el viento se llevó, en la que los negros son paisaje. Esta misma historia podría haberse ubicado antes de la caída de Constantinopla, teniendo como personaje principal a una concubina que marea al hombre que la quiere, que además es apuesto y tiene un reino propio al que volver. El aire fin de época es fundamental: porque muere un amor mientras se acaba el mundo. Sin embargo, el relato se ubica antes, durante y tras la Guerra de Secesión porque Margaret Mitchell escribió su novela en Atlanta, convaleciente de un accidente de coche, entre 1926 y 1936, todavía con la sombra alargada de la guerra, con sus viejas historias y sus lentos fantasmas. No es una novela sobre la esclavitud, sino sobre un amor con las cargas de entrega muy descompensadas.

La censura retroactiva que llega de la mala conciencia de EEUU, comprensible y legítima, nos haría prohibir Sinuhé El Egipcio o Cleopatra por hacer apología de regímenes esclavistas, lo que acabaría en el hashtag #derribadlaspirámides. Y antes de arrumbar todas las estatuas de Colón habría que quemar todo el género western sobre el genocidio de la nación india, que éste sí fue verdad. Y si Lo que el viento se llevó les parece esclavista, entonces El nacimiento de una nación, de D. W. Griffith, con su relato sobre el nacimiento del Ku Klus Klan, habría que echarla a la hoguera de la eternidad.

Otra cosa es las circunstancias repugnantes de segregación racista que se vivían en EEUU durante el estreno, con la actriz Hattie McDaniel recibiendo el Oscar por su inolvidable interpretación de Mammy, la criada de Scarlett, el 29 de febrero de 1940. Aunque los hechos de la película habían tenido lugar 75 años antes, el hotel Ambassador de Los Ángeles, donde se celebró la gala, no permitía la entrada a los negros. El productor David O. Selznick tuvo que pedir un permiso especial, y la primera actriz afroamericana en ganar un Oscar se sentó en una mesa pequeña, al fondo de la sala, lejos Clark Gable y Vivien Leigh. Tampoco pudo posar en la fotografía con ellos. Pero cuando muchos negros la criticaron por aceptar papeles de criada, ella respondió: «Prefiero interpretar a una criada por 700 dólares que ser una por siete». En realidad, la verdadera Scarlett era Hattie McDaniel.

* Escritor