Mientras en los cementerios, miles de personas recordaban a sus difuntos, mi vecina Victoria se debatía entre la vida y la muerte en una unidad de cuidados intensivos del hospital Reina Sofía. Se había contagiado del covid-19 sin saber cómo ni dónde ni cuándo. Un hilo de esperanza salía de su voz entrecortada al otro lado del teléfono. No pudo tener junto a ella a sus hijos y nietos; incluso, uno de ellos, también confinado por la contagiosa enfermedad. Ayer, Victoria falleció en medio de una enorme desolación. Su carácter abierto y simpático se apagó en medio de una estricta soledad.

Cuántas incertidumbres recorren nuestros pensamientos en estos inolvidables días de pandemia, avocados a reflexiones, recapitulando objetivos, mirando de reojo todo y a todos los que te rodean. Se requiere una alta responsabilidad y una solidaridad con los demás y contigo mismo. Poner en jaque tu salud puede suponer poner en peligro la de personas que quieres mucho o la del conjunto de la sociedad que son tus paisanos.

Pero no debemos caer en la tentación de estigmatizar a los jóvenes ni a los mayores ni a los sanitarios ni a nadie. El virus no es patrimonio de una clase social, un grupo de edad o un colectivo más o menos próximo con la enfermedad. Con seguir las recomendaciones y mantener unos hábitos saludables iremos reduciendo las escandalosos cifras de estos últimos días que nos tienen en vilo. El confinamiento perimetral se quedó como un muro ficticio en la provincia de Sevilla, justo al lado de Palma del Río, por donde nos divide y une el río Retortillo. El valle del Guadalquivir trazó una línea imaginaria con los pueblos de la Campiña cordobesa. Cómo si el aire tuviera fronteras virales.

No vale el consuelo de pensar, recordad, qué lejos está Wuhan, qué lejos está Italia, qué lejos está Madrid; qué cerca está todo. Victoria seguro estaba distraída con una de esas farsas televisivas de amor y odio. El virus entró en su vida sin saber cómo y se ha llevado a una mujer encantadora. Piénsalo.

* Historiador y periodista