La canción como arma de protesta es Te recuerdo Amanda. Una canción sobre el amor de dos obreros: dos obreros de ahora, de cualquier fábrica, en cualquier ciudad, en cualquier lugar, en cualquier país de nuestro continente. Así presentaba Víctor Jara esta canción fetiche del amor y la muerte. Es imposible escucharla sin sentir que se eriza la piel con la lluvia en el pelo, con su escarcha de luz. Es la canción de una mujer y un hombre que van a encontrarse durante cinco minutos, porque la vida es eterna en cinco minutos. Cuánto han bebido varias generaciones de cantautores de ahí, de esos cinco minutos que te hacen florecer, del reflejo de pasos en la calle mojada. Todos hemos tenido esa sonrisa ancha antes del encuentro que hace que lo demás ya no importe nada. Ahora, cuando sabemos que ocho exmiembros del Ejército chileno han sido condenados el pasado martes por el asesinato de Jara en septiembre de 1973, justo al comenzar la dictadura de Augusto Pinochet, entonces comandante en jefe, de alguna forma ha vuelto a sonar la sirena que podía escucharse en la canción. Han tenido que pasar nada menos que 45 años. Pienso en escribir: han tenido que pasar nada menos que 45 años para que se haga justicia. No me gusta la frase no ya por lo manido, sino porque la justicia no es eso. Tampoco reparación. Justicia sería que Víctor Jara pudiera levantarse de nuevo y esgrimir su palabra como un sable de cuerdas, porque como él decía, el canto tiene sentido cuando palpita en las venas. Reparación también hubiera sido que esta sentencia hubiera salido a la luz no ahora, sino hace muchísimo tiempo. Pero bien está lo que por fin llega, esta decisión del ministro Miguel Vázquez Plaza, miembro de la Corte de Apelaciones nombrado para causas de violaciones de los Derechos Humanos. Los militares Hugo Sánchez Marmonti, Raúl Jofré González, Edwin Dimter Bianchi, Nelson Haase Mazzei, Ernesto Bethke Wulf, Juan Jara Quintana, Hernán Chacón Soto y Patricio Vásquez Donoso han sido condenados a 15 años y un día como autores de los homicidios y a tres años de cárcel como autores del delito de los secuestros de Víctor Jara y Littré Quiroga Carvajal, director de prisiones de entonces. También el antiguo oficial Rolando Melo fue condenado a cinco años y un día de presidio como encubridor de los asesinatos y a 61 como encubridor de los secuestros. Y Chile, el Chile al que cantara Víctor Jara, el Estado chileno, deberá pagar 2,1 millones de dólares como indemnización a las familias.

El 11 de septiembre de 1973 el golpe de Estado de las Fuerzas Armadas contra el gobierno socialista de Salvador Allende convirtió el Estadio Chile en la capital del dolor. Tras el bombardeo del Palacio de La Moneda y el asesinato de Allende, los militares intervinieron en la Universidad Técnica del Estado y detuvieron al director de teatro, profesor y cantautor Víctor Jara. No había ninguna acusación contra él, pero era un conocido militante comunista. Tras soportar varias torturas, allí mismo fueron ejecutados Littré Quiroga Carvajal y Víctor Jara: el cantautor recibió 23 impactos de bala. Después arrojaron sus cuerpos a la calle. Sus familiares los recogieron y los enterraron en secreto.

En 2003, el Estadio Chile pasó a llamarse Estadio Víctor Jara. Había en el gesto un sentido histórico de la reparación: convertir un lugar de penuria y de muerte en la celebración de aquello que allí se asesinó. El espanto del momento siempre será un humo invisible en sus instalaciones, pero el cambio de nombre tiene un valor simbólico, porque los espacios significan. Por esa misma razón hay que sacar los restos del general Francisco Franco del Valle de los Caídos. Que sea un valle, de verdad, de los caídos de ambos bandos si se quiere, pero no una celebración de la dictadura y del dictador. Esto no debería ser controversia política, sino la superación democrática del pasado, en la que deberían estar de acuerdos todos los partidos. Igual que me pareció una barbaridad que se quiten las calles a José María Pemán, porque la medida revelaba más revanchismo que verdad y una revisión no de justicia, sino de trinchera, mantener un mausoleo al dictador, con esa pompa mística, es una bofetada para la normalidad democrática que nos gustaría vivir.

Nombres, gestos y cifras. Eso acaba siendo también una sentencia, porque el dolor es interminable. Esta familia se ha pasado 45 años honrando la presencia de un recuerdo. Por eso he vuelto a recordar a Amanda en la calle mojada, mientras la veo alejarse.

* Escritor