Estaba tranquilo en su propia comodidad. Se había acostumbrado a vivir de esa manera, sin sobresaltos y sin emociones nuevas. Sin embargo, un día decidió salir de esa zona de confort y emprender el vuelo hacia nuevos mundos. Había estado reforzando sus alas y decidió que ya era el momento de volar y de actuar. Aceptó sus miedos. Fortaleció sus cualidades. Se amó por entero. Y empezó a conocer lugares nuevos. Decidido a empaparse de todo aquello que el nuevo lugar le trajera, comenzó a amar esa nueva forma de vivir. Y así, descubrió la pasión por viajar, por conocer nuevos mundos, nuevas culturas, nuevas formas de vida y nuevas gentes. Cada rincón visitado se fotografiaba en su memoria. Dispuesto a disfrutar del momento, desconectaba de lo superficial y conectaba con la esencia de aquel ambiente. Nuevos idiomas, nuevas costumbres y nuevos olores quedaban plasmados en sus sentidos, grabados en su interior. Y las sonrisas de las personas del lugar eran, para él, el lenguaje más fácil de interpretar y el más rápido de contagiar. Con el paso del tiempo, acabó dándose cuenta de que no siempre dominaría la situación que ante él se presentara, que habría espacios para él desconocidos y variables impredecibles. Y que incluso en esos nuevos espacios, habría, también, belleza y armonía. Y cada vez que viajaba, se dejaba perder por esos nuevos entornos, intentando captar el momento y lo que este le ofrecía. Otra forma, se dijo, de ver lo que en un principio no era cómodo para él y lo que no conocía. Y fue en uno de aquellos viajes, en uno de aquellos vuelos, donde se vio a sí mismo. Y la nueva versión enriquecida que contempló de su persona, al fin, le gustó.