El diputado de ERC Gabriel Rufián gritaba «vergüenza» desde su escaño en el Congreso de los Diputados. Y aunque no se refería a sí mismo, probablemente es lo único acertado que dijo en la bronca sesión parlamentaria que acabó con su expulsión y un cruce de acusaciones entre los diputados republicanos catalanes y el ministro de Asuntos Exteriores, Josep Borrell, acusación de escupitajo incluida. Porque eso, que fue una auténtica vergüenza que solo contribuye a aumentar, si cabe, el desprestigio de la política y los políticos, es la única conclusión que deja la lamentable sesión parlamentaria de ayer. Lo más triste, y preocupante, es que no podemos decir ni que se trató de un episodio aislado ni que no se veía venir. La degradación --de las formas empleadas, pero también de los fondos intelectuales del debate-- es una de las características de la vida política española en la actualidad, y es más síntoma que causa de la grave crisis institucional que a todos los niveles azota a España.

Es de sobra conocido que el estilo oratorio del diputado Rufián enerva a sus adversarios políticos, que busca el efectismo y que emplea el insulto y la descalificación grosera a veces sin argumentar siquiera los motivos. Son varios los incidentes que tiene a sus espaldas, y va siendo hora de que su organización deje de utilizarlo como ariete despreciativo en una institución a la que, si acepta formar parte de la misma, debe respetar. Pero no hay que caer en el error de personalizar únicamente en el parlamentario de ERC una degradación que es generalizada. Está el discurso político español repleto de fake news, hipérboles injustificadas y, directamente, falsedades. Se han banalizado palabras muy graves, como fascismo y golpismo, y hechos y actitudes similares cuando no idénticos son interpretados de forma diferente dependiendo de si se dan en las filas propias o en las ajenas. Un jefe de la oposición llama golpista al presidente del Gobierno y ya parece algo normal. Y no lo es.

El duelo retórico es el alma del parlamentarismo, y que el debate político e ideológico sea acalorado forma parte de las reglas del juego de la democracia. Pero una cosa es la vehemencia y la esgrima retórica en la defensa de los argumentos propios y la refutación de los del adversario y otro asunto muy diferente es la infantilización del discurso, el insulto permanente, la mentira por sistema, la banalización de la política y la falta de respeto permanente y continuada no solo hacia el oponente, sino al Parlamento y a la misma ciudadanía. El Congreso no es Twitter. La política no es un circo romano. Y la opinión pública no es una masa amorfa e informe que reacciona a base de golpes de efecto, fake news y supuestos arrebatos de ingenio. Si no son capaces de solucionar los problemas de los ciudadanos, al menos que no les falten el respeto. Si no es mucho pedir.