El rifirrafe informativo entre el periodista Vicente Vallés y el vicepresidente segundo del Gobierno, Pablo Iglesias, a cuenta del llamado caso Dina, es un ejemplo de libro para comentar la relación entre los hechos, la verdad y el poder.

Vayamos por partes y hagamos primero una breve aproximación a los hechos discutidos. En la rueda de prensa posterior al Consejo de Ministros del pasado 7 de julio, nuestro vicepresidente expuso una serie de observaciones que denominó «hechos contrastados» alrededor del caso Dina, en cuya historia se ve involucrado. Iglesias dijo que hay «una serie de hechos contrastados y que no admiten discusión en este momento, y es que a Dina Bousselham le roban el teléfono móvil a finales de 2015 y que una copia de ese teléfono aparece en el ordenador de Villarejo en un registro policial en 2017». También dijo que «es un hecho que Villarejo declara haber entregado copias de ese teléfono móvil a los policías de la mal llamada policía patriótica». Y que «es un hecho incontrovertido que haya copias de ese móvil en varias redacciones de periódicos de este país. Creo que es bastante evidente que en este país se ha atacado a mi formación política para evitar que entráramos en el Gobierno».

En su información, Vicente Vallés añadió a esos «hechos contrastados» de Iglesias «otros hechos igualmente contrastados»: que la tarjeta del móvil de Dina llegó a manos de Iglesias, que el vicepresidente accedió al contenido de la tarjeta y se la guardó durante meses sin comunicarlo a su propietaria. Y es un hecho que la tarjeta está destruida.

Los relatos se construyen con una serie de hechos. Y es obvio que, sobre todo conjunto de hechos, se pueden construir en principio diferentes relatos, como ocurre en este caso. Desafortunadamente, no siempre hay un periodista o un juez para investigar, contrastar supuestos hechos y decidir sobre la «verdad» de un relato. En ciencia, la verdad no existe, como tampoco existen hechos absolutamente contrastados e incontrovertidos. Eso que llamamos vulgarmente hecho no es más que una interpretación subjetiva basada en la observación, como diría Friedrich Nietzsche o cualquier investigador que aplique el método científico.

Este debate en torno a los hechos y la verdad es rutina entre científicos. O entre periodistas. Pero un debate sobre la verdad entre un periodista y un político, más aún entre un periodista y un gobernante, adquiere un cariz especial. Porque solo desde el poder se acepta la existencia de la verdad. Y hay razones obvias que permiten entender esto. El poder utiliza la verdad porque tiene interés en imponer su verdad. Decía Michel Foucault que mientras las ciencias solo admiten observaciones e interpretaciones más o menos aproximadas a la realidad, el poder tiene la capacidad y la voluntad de producir, de crear y de imponer su verdad.

Resulta inquietante observar tan de cerca estas manifestaciones de poder sobre la libertad de expresión y sobre la decisión de lo que es verdad. Ya sabemos hacia dónde conduce esa manera de proceder. Ahí tenemos Corea del Norte, China, Venezuela, o incluso la América libre de Trump. Y creo que es obligación de todos advertir de los peligros del pensamiento único y de la intolerancia. Afortunadamente, hay ciudadanos conscientes que alzan la voz. Es el caso de un grupo de nombres propios en Estados Unidos, nombres como Noam Chomsky, Francis Fukuyama, Wynton Marsalis, Steven Pinker, Salman Rushdie, Matthew Yglesias; todos ellos pertenecientes a lo que se conoce como izquierda progresista, pero que no han dudado en denunciar la deriva intolerante de las recientes protestas sociales en su país. Resulta irónica la presencia del apellido Yglesias, inspirador de un galardón creado por Andrew Sullivan, el Yglesias Award, un premio para aquellos «escritores, políticos, columnistas, que critican su propio bando, hacen enemigos entre sus aliados políticos y en general arriesgan algo por expresar lo que creen». Este es el camino, señor Iglesias.

* Catedrático de Fisiología Vegetal. UCO