Parece que no pasara el tiempo por ellos, y sin embargo son ya setentones, aunque, con más o menos achaques, sigan estando de buen ver. De hecho, cada año son más vistos, y es que las noches de verano serían inconcebibles en Córdoba sin ellos, los cines a la luz de la luna. Un reciente reportaje publicado en este periódico daba cuenta de la excelente salud de los cuatro recintos que perviven en la ciudad, en algún caso tras ganarle el pulso a la especulación urbanística. Y es que tanto el más veterano, el Coliseo de San Andrés -abierto en 1935-, como el Fuenseca, el Olimpia y el Delicias, que celebra sus 75 años de vida, están recibiendo esta temporada un público tan nutrido como no se recordaba en décadas. Hasta el punto de que ha habido sábados en que un buen número de esperanzados espectadores se quedaron sin serlo tras soportar pacientemente una larga cola y enterarse en la taquilla de que ya no cabía una aguja, chasco repetido después ante la puerta de otro cine cercano, al que la frustrada concurrencia se había apresurado a acudir en hilera por ver si había más suerte con la segunda opción.

Si semejante demanda se hubiera producido en plena crisis económica habría sido más que comprensible, pues a ver dónde encuentras otro sitio en el que entretener una velada estival por 3,5 euros, medio más en fines de semana. Y eso con el aliciente de disfrutar de una película que suele ser de estreno, mientras te zampas un bocata calentito comprado en el ambigú -o, en el caso de muchas familias, llevado de casa junto a la nevera repleta de cervezas y refrescos, colada sin apenas disimulo-, y luego te hartas de pipas y altramuces como postre (por cierto, ¿qué se hizo de las antiguas chufas?) a la vez que divides tu atención entre la pantalla y las estrellas, ahora que hasta nos sugieren rutas celestes para deleitarnos con su contemplación.

Sí, se hubiera entendido que los cines de verano se llenaran hasta la bandera en esa década nada prodigiosa en que vivimos peligrosamente, pero no tanto que el fenómeno se dé en este 2018 de crisis ya superada. Explican el éxito por la buena programación escogida, las suaves temperaturas de julio -si bien en agosto, como era de prever, se han elevado y el respetable lo ha hecho en la misma proporción- y hasta por el hecho de que la participación española en el Mundial de Fútbol haya sido una entrada por salida, lo que evitó a la afición atrincherarse ante la tele para sufrir con la Roja, no hay mal que por bien no venga. Todo ello ha debido influir, pero no acaba de explicar esta demanda cinéfila, digna de un estudio sociológico.

A mí me parece que la vuelta masiva a los cines de verano se debe a la búsqueda de la simplicidad y de los orígenes. De aquel tiempo perdido en que nadie se agobiaba con móviles, redes sociales y canales de pago, sino que, a falta de mejores alicientes, los cordobeses aparcaban un rato sus preocupaciones en alguno de los treinta y tantos cines que llegó a haber en los mejores tiempos, según recuerda Francisco Solano Márquez en su libro Córdoba insólita -lectura más que recomendable para este verano-. Entonces y ahora, cuenta el maestro de periodistas, «la película suele ser un mero pretexto para disfrutar del ‘fresquito’ en noches calurosas y aspirar el aroma de los dompedros», mientras, añade, «las salamanquesas se pasean por la pantalla». Pues eso.