Me quedo. Al diablo con las vacaciones. No quiero viajar más. Hasta aquí hemos llegado. El único sitio donde me gustaría pasar este insufrible mes de agosto me está vedado por decreto. Sí, puede que sea por despecho. Pero me quedo. Ya no me lo pienso más.

Un amigo mío se va cada verano con su mujer a una isla diferente. Le gustan las islas porque le da tiempo en dos semanas a recorrerlas enteras y volver a casa con la dulce sensación de haber completado una obra: el sueño de alcanzar el conocimiento absoluto de una geografía y una cultura. Bueno.

Yo no podría hacer eso. Ya lo sé que no puedo. Me enamoro con demasiada facilidad y sufro hasta lo indecible la sensación de una pérdida irreparable cada vez que me voy definitivamente de algún sitio. Me dejo allí mucho de mi vida, mucho más tiempo que las dos semanas escasas de vacaciones en una isla. Por eso creo que no llegaré a viejo. Es lo que nos pasa a los hombres que vivimos aislados. El corazón tiene un número limitado y predecible de latidos.

Este verano he decidido que no me voy a ir a ninguna parte. Me quedo en casa y le haré sangre a mi sofá. De paso, prepararé la asignatura que hemos prometido empezar a impartir en inglés para los alumnos que entren en el grado de Biología sin miedo a atender una clase en la lengua de Shakespeare, y también de Francis Bacon, uno de los padres del método científico. Qué pena: algunos estudiantes piensan que aprender algo de historia de la biología o los rudimentos del método científico es menos importante que acumular muchos conocimientos sobre bioquímica, botánica o zoología. Qué decepcionante. La memoria del conocimiento no vale para nada.

A Mariano Rajoy le han estropeado este verano las vacaciones. Ya somos dos. El Puigdemont y compañía están confirmando la teoría de Eric Hobsbawm: no es la nación la que crea el nacionalismo; es el nacionalismo el que inventa la nación. Y los nacionalistas catalanes han dedicado todo este tiempo de democracia y libertad para socavar la nación española, o el estado español, o como queramos llamarle a esto que compartimos, e inventarse un estado catalán dentro de la Unión Europea, la OTAN y la LFP, porque son más honrados, más demócratas, más trabajadores, más listos y más ricos que los españoles, que somos todos lo demás.

No creo que a nadie le importase reconocer a Cataluña como una nación cultural. El problema, aparte de la necesaria definición del resto de naciones culturales que habitan España, como apunta Alfonso Guerra, es que en el discurso nacionalista no hay sinceridad. Nunca han sido de fiar. Todo lo que han hecho o han aceptado era pura estrategia para alcanzar su objetivo final. La inclusión de la definición de Cataluña como nación en el preámbulo del estatuto reformado, aprobado en referéndum y luego corregido por el Tribunal Constitucional, no era nada anecdótica. Estoy segurísimo de que, si eso hubiese quedado así, habrían tardado poco en demandar el derecho a la autodeterminación. Si son expertos en reinventar la historia, no se quedan atrás en interpretar a su gusto una sentencia o inventar el significado de una simple palabra. La penúltima la ha protagonizado el flamante director general de los Mossos, el Sr. Soler, a quien se le atribuye la siguiente genialidad: «Claro que los Mossos cumplirán la Ley, pero nuestro ordenamiento jurídico no se acaba con la Constitución española. La Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea tiene primacía». En fin, ya veremos qué nos depara este agosto en el que, unos por una cosa y otros por otra, nos hemos quedado sin unas vacaciones como Dios manda.

Mientras escribo estas líneas, Gonzalo me ha llamado para decirme que me vaya, y que no sea tonto y no me preocupe, que voy a estar como en casa; que coja un avión mañana y me plante allí; que él no puede moverse de la isla, que está de guardia. Así que veremos a ver cómo empieza y cómo acaba este... Verano.

* Profesor de la UCO