Después de las vacaciones del colegio, el tórrido verano azotaba sin tregua sobre las viviendas de las casas de vecinos del Barrio de Santiago. Los chavalillos nos preparábamos para estar todo el día en el río Guadalquivir. Desde media mañana, pasábamos de gañote por entre el agua con la ropa en la cabeza, desde los peñones de San de Julián hasta la playa, donde nos mezclábamos con los demás bañistas. Eso sí, no podíamos acceder a las casetas y duchas de pago, puestas en hilera junto al muro del Molino de Martos. Allí, sobre todo los domingos y festivos, acudían muchas familias de Córdoba con sus fiambreras y sombrillas para el sol, como los veraneantes que van al mar. La verdad es que mi barrio tenía un ambiente de puerto costero. Se notaba hasta en los aromas de las tapas y raciones de las tabernas: ancas de rana, fritura de peces, cangrejos y camarones, etc.; e incluso por la gran cantidad de peñas de pescadores como la de La Raspa en casa Miguelito, cuyos socios se apostaban en la ribera. Los barbos, lucios y bla-bla, entonces todavía comestibles por la limpieza del río, eran puntuables en los concursos. Finalmente acababan en las sartenes de las casas o a en la plancha de bares y tabernas.

Los días laborables Miguelito, el 6, Los Mochuelos y Los Candiles, que era también fonda, se abarrotaban de faeneros y minoristas de las Lonjas Municipales desde la madrugada, cuando empezaba la subasta del pescado. Este llegaba a Córdoba desde los puertos de Málaga, Cádiz y Huelva, antes que a los mercados de Madrid, pues era camino obligado de su ruta hasta la capital de España.

Al atardecer, las familias salían esos días de agobiante calor a remojarse en el río y al anochecer a tomar el fresco de la Ribera o a los cines de verano del barrio como el Esperanza de la calle Ravé o al cine Estadio en el campo de fútbol del Arcángel.

Como era festivo, el día de Santiago no teníamos costumbre de ir a mangar fruta a las huertas del Pago de la Fuensanta, ni a dar a la manivela en la Fábrica de la Guita o a buscar culebras para llevar la piel al Taller de Curtidos de la calle del Cáñamo, cercanas a la Casa de los Muchos. Estas no eran las únicas fábricas del barrio, pues además de la de Gas del camino de la Fuensanta y la de Santa Matilde, que fabricaba estearinas, bujías y cerillas fosfóricas, ubicada en el Corralón de Guzmán, ambas ya cerradas, estaba la fábrica del Jabón en la Puerta Baeza, que era un caserón amarillento con dos torreones y una gran puerta con cancela en el centro que daba a un patio de naranjos. En contraste con este mundo popular de trabajadores, artesanos y casas de vecinos, en el barrio destacaban construcciones de rancio abolengo como la casa de los Caballeros de Santiago, hoy día colegio, o el Palacio de los Marqueses de Benamejí, luego Escuela de Artes y Oficios, donde íbamos a aprender a pintar. Igualmente abundaban las torres de las iglesias: Santiago, la Fuensanta y la del Asilo del Campo Madre de Dios, cuyas campanas escuchábamos a veces subidos como gorriones picoteando en una higuera. En los límites del barrio, al final de la calle del Sol, estaba el Convento de Santa Cruz, al que solían hacer las mujeres la vista de los jueves, y el antiguo Hospital de los Ríos donde daban comida a los más necesitados.

Ya anochecido del día de Santiago, los vecinos se acercaban al baile de la verbena que se instalaba junto a la fuente de la Puerta de Baeza. Las muchachas más guapas y hermosas que acudían eran las de las Siete Revueltas, que es la calle más enigmática y misteriosa de Córdoba. Decían las vecinas viejas en las charlas de las noches de verano sentadas en las puertas de las casas, que, bajo esta calle, que se inicia en la Casa de las Campanas con arcos y columnas moriscos, donde vivían mis amigas las hermanas Magdalena y Lola, y por encima de cuyas tapias rebosan los jazmines y asoman la cogolla los limoneros, discurre el manantial de los Eternos Amantes. Cuchicheaban maliciosamente en voz baja, que los aromas y fragancias de sus aguas eran tan irresistibles, que un cadí omeya tuvo que clausurar su alcubilla ante la inmediata lascivia que provocaba a sus visitantes. Si pasea por allí una noche de verano, seguro que notará que algo misterioso imbuye el ambiente.

* Escritor y cronista. Nacido en el barrio de Santiago-Fuensanta