Aesto de la pandemia aún le faltaba un toquecito apocalíptico pre otoñal. Me comentaba hace días un viejo amigo, sentados frente a la costa asturiana, mientras los más pequeños de su familia trataban de detectar ese último rayo verde de sol que solo cabe atisbar unos segundos antes de que el astro rey se hunda en el horizonte, que el apocalipsis no tiene por qué venir de golpe. Siempre pensamos en el asteroide que acabó con los dinosaurios, en una guerra nuclear y cosas así. Pero para él simplemente basta la lenta progresión de una serie de factores como la aceleración del cambio climático, la contaminación de los océanos, la aparición de nuevas enfermedades derivadas de la agresión a la fauna y la flora del planeta, los excesos de la economía de consumo, la presión de los movimientos migratorios o el deterioro de los sistemas de convivencia democrática, para diseñar un panorama de consecuencias suficientemente apocalípticas (y eso que aún no había visto las imágenes de los incendios en la costa oeste de EEUU). Más o menos como en esas películas de submarinos donde solo queda la alternativa de tocar fondo, esperar a que el barco aguante la presión, parchear desesperadamente las válvulas y junturas que van saltando y confiar angustiados en que pueda de nuevo emerger cuando pase el peligro.

Me he quedado un tanto sorprendido porque mi interlocutor no es propenso a estos espeluznantes soliloquios. Pero más tranquilo al advertir que tenía doblado el periódico por un reportaje sobre el Reloj del Juicio Final que desde el final de la II Guerra Mundial marca los minutos que faltan para la «medianoche» (la destrucción total de la Humanidad ) avanzando o retrocediendo conforme al devenir mundial. Lo mantiene el Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago que el pasado enero lo adelantó 20 segundos quedándose a cien de la medianoche. Claro que más le ha sorprendido a él verme a mí con el Viage de Ambrosio de Morales a los Reynos de León y Galicia y Asturias”como lectura de playa.

Al ilustre humanista, historiador y arqueólogo cordobés Felipe II le había encargado relacionar los libros, reliquias y otros objetos que se albergaban en los tales territorios. Piezas que sospechaba desconocidas y no siempre bien conservadas. Emprender tal viaje por aquellos tiempos era toda una odisea (aún lo es hoy llegar en Alvia de Madrid a Gijón). Y andando por tierras de Covadonga dio nuestro relator con la iglesia de Santa Eulalia, y así dice: «El día que fui era domingo y parecía que estaba allí el Real del rey pues había más de doscientas lanzas hincadas de los que vienen a misa por aquellas greñas porque pueden encontrase algún oso de los que hay hartos». Si el bueno de Don Ambrosio hubiese discurrido este verano por aquellos lares se hubiese tropezado con miles de visitantes recorriendo el desfiladero del Cares a veces poco menos que en fila india o lanzándose a toda clase de aventuras montañeras con el consecuente balance de extravíos, esguinces, caídas, lipotimias y demás. Hasta hubo quien, «experto» conductor con GPS, se tragó kilómetros de trocha... justo en sentido contrario al deseado. Todo dentro de un cúmulo de anécdotas incluidos bandos rogando a los foráneos no llevarse los perros pastores o no «interactuar» con las vacas. Los osos hace tiempo que entendieron que mejor irse a sitios más recónditos.

Ya lo decía nuestro ínclito paisano... «La extrañeza de este suelo no se puede dar a entender del todo con palabras (...) es muy fresco, de grandes arboledas y valles, que al ser sus lados mas peñas que montañas los hacen de una aspereza espantosa... no se puede pensar sino en la inmensidad de Dios que así cegó a los moros para que no mirasen donde se metían...». Menos mal que ahora funcionan los servicios de rescate.

Cuentan que como rastreador de libros no tenía precio y a él se debe la localización de varios códices apocalípticos. Y no digamos catalogando «reliquias» óseas. Entre otras cita las de los cordobeses Santa Leocricia y San Eulogio que, reclamados por Alfonso III a Muhammad I, se guardaban en la Cámara Santa ovetense. Estos trajines de huesos hubo de sufrirlos él también en los suyos hasta dar con ellos en San Hipólito. La Historia a veces gusta de estas ironías.

Lean, si tienen oportunidad, a Don Ambrosio. De todos modos los que gusten de avisos sobre el fin de los tiempos pueden toparse de mañana, en los alrededores de las Tendillas, con un singular ciudadano advirtiendo en voz alta al personal de cómo el Señor castigará la maldad de los hombres y de cómo perecerán las bestias de la tierra y las aves del campo por mucha mascarilla que usen. Empezaré a preocuparme (un poco más) si veo que mi reloj adelanta reiteradamente cien segundos o si, volviendo por Alfonso XIII, «de profundis» del Edificio Pedro López de Alba empieza a sonar la Cabalgata de las Valquirias. Extraños tiempos estos del Antropoceno.

* Periodista