No hay ninguna alambrada ni cerco mineral que pueda apartarme hoy de aquel verano, el mismo en que, entonces, según me aseguraron, y aún lo siguen haciendo, llegó el hombre a la Luna. Para mí, sin embargo, ese hecho prodigioso y transcendente a nivel universal no tuvo de entrada ninguna otra importancia que la concedida en los telediarios de aquella España pintada en tonos grises que la luz del verano irisaba levemente en los atardeceres de mi pueblo, a la hora en que el campo se iba deshaciendo en una textura de fresas y muselina. El hombre pisaba la luna y yo, entre tanto, disfrutaba pisando el rincón donde nací. Mi felicidad radicaba en eso. A mi modo de ver, lo importante aquellos días no era aquella proeza de alcance planetario, que yo nunca he terminado de creerme, sino mis vacaciones estivales en un bello paraje próximo a mi pueblo donde iba a tejer experiencias inolvidables ceñidas al sonido del campo y los murmullos que emanaba un paraje bello y singular donde uno sentía que el tiempo era de azúcar. Nunca fui tan feliz en ningún lugar del mundo como en aquel rincón paradisiaco donde todo era ameno, amable y divertido, ante los ojos inocentes y cristalinos del chico que fui el verano del 69.

Todos hemos vivido instantes inolvidables cuando éramos niños en algún lugar perdido que aún sigue brillando, no obstante, en nuestras almas con la misma insistencia y la misma intensidad de la fecha y la hora en que ayer lo disfrutamos. A medida que envejecemos esos lugares se van agrandando en mitad de nuestro espíritu magnificando, tal vez, la dimensión objetiva y real que otros días tuvieron. Para mí hubo un lugar, llamado los Claveles, que, durante las horas de un lejano estío, fue mucho más importante que la Luna recién visitada por la humanidad. Siempre supe o intuí, desde mi tierna infancia, que la felicidad consiste en disfrutar contemplando y amando las cosas más pequeñas. Y aquel trozo de campo humilde y diminuto, aunque lleno de encanto y un embriagador hechizo, era el más bello lugar del universo. Mi espíritu hoy sigue abrazado tenuemente a esa finca discreta y genuina, los Claveles, en la que disfruté sin darme cuenta las vacaciones mejores de mi vida. La herradura del tiempo ha dejado en mi interior una huella de azules, ocres y amarillos que, en su día, tuvieron forma de encinar, rastrojos y colinas moteadas por un sol que aún sigue reverberando en mis entrañas con una emoción de helado de vainilla adquirido en la luz mortecina de esas siestas en las que nuestros padres nos mandaban a ir a la cama sin sueño a descansar. Hoy ellos no están, ya desaparecieron, igual que lo hicieron las voces y las risas de mi hermana y mis primas llenando los pasillos de la casa, ya en ruinas, alzada en los Claveles como un suave panal de celdas melancólicas donde aún se concentran todos los misterios y las ilusiones de aquel verano idílico. Los días por entonces eran largos, inabarcables, y yo los llenaba de música y ternura con los discos modernos que acercaba a los Claveles para disfrutarlos en un viejo pickup de color naranja mi amigo José Luis Checa: un poeta-escultor impregnado por el halo que desprenden las minas antiguas de mi pueblo, El Soldado y las Morras, ese enclave solitario que ambos sentimos y soñamos desde niños como el centro esencial de un íntimo universo forrado de alondras y casas fantasmales.

Hablando con José Luis hace unas semanas recordé los efluvios de aquel amable estío de juncias, rastrojos y melocotoneros enclaustrados en la mano sublime de una huerta que quedaba ubicada al oriente de la casa en la que compartimos unos días de veraneo junto a mi hermana Victoria y mis primas. Hoy todo se mezcla en un resplandor gozoso que baña y alegra rincones de mi sangre aportando colores, olores y sonidos: el olor de la alberca, el arrullo de las tórtolas en el gran chaparral, la casa bendecida por un sol vertical que transformaba el campo en un delicado tapiz de oro y bismuto. La música de las canciones que escuchábamos (Sol en julio, de Brincos, Only one woman de The Marbles, y Ella lo tiene todo, de The Kinks) recorre ahora mismo el pasillo de mi sangre inundándolo todo de ocres vespertinos, de rastrojos y encinas dormidas como estatuas en un horizonte sutil, resplandeciente, que evoca unos días cosidos por lo eterno. Los días de la infancia nunca se nos mueren. Y aunque ya no respiran el aire de este mundo mis tíos Paco y Regina, de alma espléndida, anfitriones magníficos de aquel dulce verano del año 1969, si cierro los ojos un instante puedo ver abrirse en mi espíritu sus pasos y sus siluetas flotando a los pies del mítico moral que se alzaba glorioso a unos metros del cortijo. Aún oigo sus voces de ámbar y almidón diciendo mi nombre, llamándome en la tarde, cuando el tiempo se ondula y deja en torno a mí el olor de la huerta, la paz de las colinas acolchando las horas de un mítico verano donde quizá fui feliz sin darme cuenta mientras el hombre pisaba la luna por primera vez.

* Escritor