Lo primero que hay que decir de Verano 1993 es que es una película extraordinaria. La ópera prima de Carla Simón, rodada íntegramente en catalán, es una obra maestra de sensibilidad y sentido, de esa turbación lúcida en la piel desentrañando una intimidad. Su elección como la película española que representará a nuestro cine en los Oscar no ha podido ser más acertada: no hablamos de una buena película, ni siquiera de una gran película, sino de una obra artística que inaugura y marca un territorio con pulso y visión propias, una nueva dialéctica interior que apela a lo sutil en nuestro tratamiento del duelo, pero también del amor. Y atención: si Verano 1993 ganara el Oscar al mejor filme de habla no inglesa no sería ningún milagro, ni una carambola, sino el desenlace casi natural de un viaje que ha ido agarrando el estómago, la retina y la nuca, erizada de luz, de cuantos espectadores la hemos ido descubriendo a lo largo de sus proyecciones. Porque la película, que en España ha recaudado más de 600.000 euros en taquilla y ha tenido 94.000 espectadores, ya va a estrenarse en Japón, en Alemania, en Grecia y en Italia, además de en Estados Unidos, después de haber triunfado en Francia, Bélgica y Holanda. Y créanme: no estamos ante los fuegos de artificio, tan frecuentes a veces en el descubrimiento de una voz artística, de un producto nacido y concebido para triunfar, sino ante una verdadera cineasta que ha sabido hacer de su singularidad vital, con su primer dolor, un retrato de ritmo y emoción colectivos. Como ha afirmado la productora Valerie Delpierre, Verano 1993 «emociona en todas partes donde se ha visto». Precisamente por su aparente sencillez, por no tener -ni necesitar-- demasiado diálogo, por ese naturalismo intenso de las niñas ocupando el protagonismo del relato y el paraje natural que puede asemejarse a cualquier realidad, la narración supera cualquier frontera cultural y se convierte en una redención a través de la belleza.

Belleza. Decía Juan Benet que en ningún libro de poesía debe faltar la palabra belleza. Más allá de la afirmación, estoy con el sentido, con el tapiz de amplio fulgor y claroscuros, de fragilidad turbadora, de contagiosa risa, de amplia humanidad, de esa afirmación respecto a la película. Y algo -no algo: mucho-- de belleza, visual y poética, plástica y caliente en esa relación entre los cuerpos de los protagonistas, con el lenguaje mudo de los cuerpos, la ternura y el tacto, hay en Verano 1993. La trama: Frida tiene seis años y acaba de perder a sus padres. Frida pasa el verano con su familia adoptiva y con la hija de ésta, más pequeña que Frida, que ya está empezando a hablar. El conflicto es el temblor de la niña Frida ante la posibilidad de la felicidad que le sale al encuentro y el recuerdo tortuoso que acompaña todos sus movimientos, sus miradas, sus dudas, tras la dura muerte de sus jóvenes padres. Es emocionante la relación con su pequeña hermana adoptiva, esa relación de celos y tensión, pero también de un cariño que se va abriendo paso, entre los juncos del río en que se pierden después de un juego demasiado peligroso: Frida le dice que se quede escondida dentro de un tronco hueco, y la abandona en mitad del bosque. Cuando la madre adoptiva se inquieta por su desaparición, ambas van a buscarla. Frida calla: hay en toda la cinta una gestión magistral del silencio. Las dos niñas se quieren, juegan y se encuentran en un lenguaje más limpio que la vida. En la propuesta escénica de Carla Simón lo poco que se dice es efectivo, pero no esencial: la voz está en la cámara, la escena, los personajes y su asimilación de un recorrido íntimo que conduce a la niña del infierno hacia la salvación.

«Una de las premisas más importantes de la película era tratar de reflejar la complejidad de la psicología infantil», ha dicho Carla Simón, que ya ha ganado el premio a la mejor ópera prima en la Berlinale y la Biznaga de Oro en Málaga, entre otros. La suya es una historia autobiográfica, hecha verdad. Tuvimos la suerte de asistir a su estreno en el Instituto Cervantes de Argel. Cuando concluyó la proyección la sala enmudeció, como si todos nosotros hubiéramos entrado en la esencialidad de la cinta. Allí había gente de todas las culturas, de todos los idiomas y todos los lenguajes, y el estado general de la sala era una silenciosa conmoción. En Los Ángeles puede pasar lo mismo. Porque como dice Carla Simón, si hablamos de auténticas emociones, con su luz de tejidos, las historias no tienen fronteras.

* Escritor