El juego entre los animales, también entre los humanos, es una estrategia para el aprendizaje de la supervivencia y la vida en sociedad. En los adultos, sin embargo, es un síntoma de inconsciencia y un signo de bienestar. En el plano individual, juegan los niños y los adultos que se sienten satisfechos o ignorantes de sus necesidades o de su malestar. Con las sociedades ocurre lo mismo: el juego, la vida fingida, la guerra fingida, se desarrolla en las sociedades opulentas, bien estructuradas e integradas. El juego político se da en las sociedades desarrolladas, ricas e infantilizadas.

Pero también hay gente, sectores enteros de esas sociedades, como la nuestra, que viven en el fuera de juego. La política pertenece para ellos a la misma esfera que el golf o las regatas de cruceros. Para estos ciudadanos apolíticos, los partidos son el mismo perro con distinto collar. Esta realidad es perfectamente reconocible en una sociedad como la norteamericana, donde la participación directa en política es bajísima; mucho menor que en España. Sin embargo, la sociedad civil americana es más activa, de modo que una cosa compensa a la otra. En España, la sociedad civil está poco desarrollada, lo que hace muy peligroso el desapego de los ciudadanos hacia los políticos.

Fenómenos como el mayo francés, la primavera árabe o el 15-M se pueden entender como una erupción de la sociedad civil, resultado de dos procesos relacionados: el debilitamiento del estado de bienestar y la toma de conciencia de la distancia que separa a la sociedad de los centros de decisión. Esto último es consecuencia del anquilosamiento de las instituciones, incapaces de asimilar los cambios sociales y de adoptar las tecnologías que ya permiten la presencia más directa de los ciudadanos en la vida política.

El 15-M fue un lamento por el escaso poder de la política, supuesta expresión de la voluntad de la ciudadanía, pero inmersa en un combate desigual frente al poder de la economía. Casi 10 años han tardado los protagonistas del 15-M en tocar el poder de la mano de Pablo Iglesias. Un poder político lento, fragmentado y disperso, frente a un poder económico que actúa en tiempo real, integrado al ritmo que marca un reducido grupo de multinacionales y fondos soberanos, cuando no sacudido por estampidas irracionales. La expresión más elocuente de esta batalla desigual entre política y economía es Europa: un campo abierto para el flujo del dinero, pero minado para el flujo de las decisiones políticas. El Parlamento europeo y el presidente europeo son juguetes.

No hay un poder europeo, ni ciudadanía europea plenamente soberana. Tengo que esperar cuatro años para elegir representantes en Estrasburgo. Sin embargo, en un milisegundo, con un clic de mi ratón puedo comprar y vender acciones de cualquier empresa en cualquier bolsa del Mundo. El resultado es que la economía nos arrastra. Los gobiernos nacionales son simples observadores del flujo del dinero, que va hacia donde más hay y donde más fácilmente puede correr y multiplicarse, sin alma, sin conciencia y sin misericordia.

Y en estas estamos cuando las izquierdas, paradigma de la fragmentación y la desorientación política, se entretienen con el bochornoso espectáculo de sus juegos políticos. La derecha resolvió hace tiempo esa contradicción entre política y economía, a través de la religión. Como el premio por ser bueno está en la otra vida, en esta es lícito jugar a hacer política y a hacer dinero. La izquierda no renuncia a construir aquí un paraíso de ciudadanos genuinamente libres. Y para ello hace falta que la política disponga de las mismas herramientas de poder de última generación que maneja la economía: la acción a distancia y en tiempo real. La velocidad es importante.

* Profesor de la UCO