Leo que Hostecor ha propuesto instalar veladores rodeando la Mezquita, con un rosario de prevenciones; y que el Ayuntamiento, tras invocar las consabidas cautelas, se ha puesto a estudiarlo, con ganas de apoyar la iniciativa. Como hay ganas de decir que sí antes de haber terminado el estudio, entiendo que acabaremos viendo terrazas a pie de Mezquita, y en las terrazas mesas, y en las mesas despedidas de soltero, y así, por el precio de una caña por barba, a cinco borrachos vestidos de torero gritando sus enanuras de cinco de la tarde a dos de la mañana, cómodamente instalados en la Puerta del Perdón.

Los implicados son gente seria y con la mejor de las voluntades. El problema -uno de muchos- es que, como sabe cualquiera que haya sido vecino del barrio, una vez que se instala un velador nace un curioso agujero negro de control, y el cliente se enseñorea. El hostelero, cuando quiere, no tiene manera de controlar al cliente. Y si, por ejemplo, un viernes de madrugada los clientes pasan de la mesa al botellón y toman una plaza, e instalan altavoces para ambientarse, y un vecino llama a la policía, la policía le dice que no pueden pasarse porque están controlando un viacrucis y que hay que ser más tolerante. Sic . O si un bar decide invitar a arroz, y donde caben veinte se juntan doscientos, y un señor decide escalar la reja de tu ventana -la misma ventana en la que se han puesto a tirar colillas de porros, vasos y platos de arroz sus compañeros-, y llamas a la policía, la policía, misteriosamente, confirmado que llamas desde la Judería, resulta estar controlando un viacrucis, y cuando pueda se pasa.

Poner una terraza en la Mezquita sería un éxito rutilante para el empresario (empresario que ya tiene el negocio en un lugar privilegiado). Por eso se pide. Pero sucede que la Mezquita no es cualquier sitio. No es una plaza mayor, no es un pastiche neogótico, no es un paseo marítimo, no es un bulevar. Es uno de los sitios más bellos de la Tierra y tenemos que pagar el precio. Imaginen la mañana: una fila de coches de la Acire 2 atascados en Cardenal González, las vendedoras de romero haciendo presa sanguinaria sobre el que dudaba entre la cañita y el whopper , un señor en bermudas que ha creído que con el precio de la consumición se incluye la dignidad de la ciudad y le grita a la procesión que toque ese día, porque el tambor no le deja comerse las aceitunas en paz; la puerta de Santa Catalina llena de palillos de dientes, y los turistas, acostumbrados a lo mejor al National Trust, pensando que somos salvajes y tentándose el pasaporte para salir huyendo. O la noche: el que iba al paseo medio mágico por la Mezquita, abrazada de silencio y piedra, se encuentra la montaña de mesas apiladas o la despedida de soltero que se está poniendo ciega.

Si es tan excepcional y para tan poco, y vistos los antecedentes nefastos con los veladores que ya existen a cincuenta pasos, mejor dejamos la Mezquita en paz, a ver si vamos a terminar velándola de verdad. H