Era el sieso. El sieso del tercero. El sieso que saludaba como si siempre fuera lunes por la mañana, sin asomo de esmero comunicativo, un murmullo desganado y apenas ininteligible, a veces ni eso. El sieso que aligeraba el paso sin mucho disimulo cuando percibía tras de sí la presencia molesta e invasiva de alguien con el que no quería compartir ascensor. El sieso que jamás se paraba a decirle cualquier cosilla graciosa a los niños de nadie porque siempre parecía tener cosas más importantes que hacer o inquietudes existenciales o ardor de estómago. El sieso que reprimía con dificultad un mohín cercano al bufido cuando esquivaba un balón de gomaespuma en el patio o cuando la cuerda extensible del perrito de Lola la del sexto se interponía en su camino.

Remedios, ese ser omnisciente del segundo B que parecía mirar el mundo entero por una mirilla, decía que en el fondo el sieso era buena gente, que estuvo muchos años ocupándose de las plantas del patio y bien bonitas que las tenía, ahí donde lo ves, pero que había pasado lo suyo en la vida y que poco a poco había ido haciéndose más retraído y huraño, tampoco es que fuera la alegría de la huerta, entiéndeme, pero fue quedarse solo y no querer cuentas con nadie, de Correos a casa y de casa a Correos.

Por eso sorprendió mucho entre los moradores del edificio aquel cartel cuando empezó el encierro colectivo por culpa del coronavirus: «Dispongo de impresora en casa. Si tenéis que imprimir deberes para vuestros hijos, dejad por la noche en mi buzón un pendrive y un papel indicándome el piso y os dejo los papeles en la puerta. También me lo podéis mandar a este correo...».

En realidad Eva sabía que ese inesperado ofrecimiento en forma de cartel impecablemente tipografiado iba por ella. Recordó una conversación de móvil con su hermana en la terraza quejándose de que le estaban llegando un montón de fichas por los grupos de Whatsapp, esto es para volverse loca, tía, cómo voy a salir por una impresora con la que está cayendo... Teniendo en cuenta que su terraza estaba justo al lado de la del sieso, era lógico pensar que el hombre había puesto la antena y se había venido arriba.

Eva tuvo sus dudas. No quería deberle nada a nadie y prefería mantener las distancias, pero por otro lado le vendría muy bien contar con la imprevista ayuda del vecino que había mutado repentinamente.

Le mandó un correo. Las fichas a domicilio aparecieron temprano encima del felpudo pero protegidas por una funda de plástico. La operación se repitió día tras día de confinamiento. Una mañana Alejandro, el hijo mayor de Eva, llamó a voces a su madre desde el cuarto: entre las fichas de aritmética había un texto escrito a mano, ¿esto qué es? Eva empezó a leerlo en voz alta hasta que su voz se fue apagando delante del crío: era una carta de amor por todo lo alto, al aroma a jazmín de tu piel y cosas así. Durante varias horas la destinataria de aquel encendido escrito tuvo menos ganas de que llegara el día de salir a la calle. Casi ninguna.

* Profesor IES Fidiana