El cerco se estrecha cada vez más, y amenaza con asfixiarnos si no nos tomamos la situación con estoica paciencia. Parecía que el covid daba un respiro, aun sin perder del horizonte la llegada de la segunda ola requeteanunciada -o tercera o lo que sea, porque las cuentas no están claras ni en esto ni en casi nada-; y todos, instituciones y particulares nos lanzamos a hacer proyectos con la vana esperanza de que mal que bien salieran a flote. Pero la cosa no pasó de espejismo. Y aquí nos hallamos de nuevo, con el paso cambiado y los sueños rotos. El subidón constante de los contagios y lo que es todavía más preocupante, la amenaza de sobresaturación de los hospitales, que podría poner nuestras vidas más todavía en jaque de lo que ya están, ha aconsejado a las autoridades autonómicas dar otra dolorosa vuelta de tuerca a las restricciones que quizá se debería haber dado antes. Porque lo cierto es que nadie deseaba más recortes de horarios y libertades, por no hablar del fatídico toque de queda que con solo escuchar la expresión se te ponen los pelos de punta, pero se les veía venir y, con distintos grados de resignación, estaban asumidos como medida necesaria para frenar el avance incontrolado del virus al menos en lo que esté en nuestras lavadísimas manos. Y así andamos, con el corazón en un puño y todo el cuerpo encerrado en casa de diez de la noche a siete de la mañana.

Ayer me llevé un buen susto al encontrar una carta en mi buzón, porque en estos tiempos on line ya no se recibe ni propaganda; solo tarjetitas publicitarias de los cerrajeros, una constancia que ahora que lo pienso lo mismo está relacionada con los cerrojazos. En fin, el caso es que después de respirar hondo ante la sorpresa rasgué el sobre con desasosiego creciente, tras reparar en el membrete estampado en él: Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030. Malo, malo, pensé, a ver dónde he metido la pata o qué me quita esta vez el Gobierno. Y sí, la misiva del Instituto de Mayores, firmada por el jefazo máximo, era para dar cuenta de una pérdida -además de la pérdida de la autoestima, al recordarme solemnemente mi condición de jubilada y por tanto de vejestorio-. Se me anunciaba en términos empáticos y casi cariñosos del tipo “sé que usted comprende sobradamente…” -que ya es decir tratándose de un comunicado oficial- que de momento me cuide y me olvide de viajar con el Imserso. La explicación, sensata y lógica aunque fastidie el tono condescendiente que se aplica a la ancianidad, viene a ser que con tanto confinamiento perimetral como nos aflige no está el patio para viajes. Y mucho menos si eres muy mayor -bueno, conste que yo no lo soy tanto, pero el documento es un modelo común que no entiende de sutilezas- y hasta sin traspasar la puerta de tu piso puedes caer fulminado por un quítame allá esas pajas.

La verdad es que ante el panorama desolador que nos rodea en lo sanitario, lo económico y lo personal, a mí la carta del Imserso me habría resultado hasta entrañable si no fuera porque, contando con buenas palabras a los abuelos que no pueden viajar por cuenta del Estado sin que ninguno se haya planteado hacerlo, adivinas en ella un tufillo electoral que, fuera de campaña como estamos, resulta todavía más sospechoso. Ignoro si los hosteleros y comerciantes han recibido otra carta de consuelo por quedarse sin el negocio de la vejez, pero si es así seguro que a ellos no les habrá parecido tan afectuosa.