Como fantasmas en un castillo, se me aparecen las exnovias en el Linkedin. Quiero volver a los sitios donde fui feliz, para quemarlos. Me persiguen la alegría de los sitios viejos, el placer de los polvos antiguos y el hambre de aquellos días muertos. El tiempo es uno y yo soy, desgraciadamente, el mismo. No sé qué relación tiene mi alma con mi cuerpo. No sé si está de ocupa, o si tiene este trozo de carne alquilado o si se metió en una hipoteca para sentir como propia esta arquitectura de víscera y hueso. Estoy de lo más trascendente. Tengo una excusa: la Navidad me pone tontorrón. El anís invade mis tardes. El azúcar se hace fuerte en las venas. Echo de menos a mi familia. La inocencia de mis hijos me conmueve. Las luces me ciegan. La enfermedad me aterra. Mi madre aún no ha dado la lista definitiva para la Nochebuena. Temo el banquillazo. La familia es la ramita en el precipicio a la que se agarra el Coyote.

Mi hermana y yo estamos buscando un hueco para emborracharnos juntos. Contarnos las alegrías que, gracias a Dios, estos últimos años han goleado a las penas. Aunque siempre queda el partido de vuelta. Haremos balance de lo vivido. Los bares son una suerte de confesionarios. «¿Nos pasamos a las copas?», la pregunta que ningún filósofo acertó a hacer. Cuánto hay de nosotros en ese tránsito del vino a los cacharros. Chisporrotea la cocacola en esas horteras copas de balón. Yo que mamé del vaso de tubo, en el botellón de Gran Vía Parque, con los rones del Lidl, salvado por los paquetes de pelotazos. Desconfío de lo refinado. La elegancia está en la conversación, no en los recipientes. La vida es ese cubito de hielo atascado en mitad del vaso.

«Hay que trascender», le escribo a un amigo por Telegram. Pero no sé cómo. «¿Escribes?», me preguntó Antonio Lucas hace unos días. «Qué va», le contesté. Y me sentí como un alumno al que han pillado sin las tareas hechas. Luego quise rectificar, hablarle de estos artículos, de una novela futura. Pero me salió así, me negué a mí mismo, como un san Pedro improvisado. Un escritor que no escribe es como una silla de ruedas en el escaparate de una ortopedia. Tan útil como inútil al mismo tiempo. Antonio leyó mis poemas de juventud. Qué tiempos. Qué voracidad. Yo quise ser poeta. Ahora me conformo con escucharle a él, sus versos, sus anécdotas con Pa nero. Suficiente, pienso. «Hay que trascender·» le he escrito a un amigo músico, sin saber muy bien qué he querido decirle. ¿Sobrevivirán estos artículos al tiempo? ¿Acaso sus discos? ¿Los libros por publicar, los hijos por bautizar, las barbacoas por hacer? La vida es una tarea pendiente, demorada artificialmente, excusada y postergada hasta el mismísimo día de nuestra muerte.

Soy el alunicero de mi propia existencia. Estrello el coche y saqueo lo que puedo entre los cristales. Vivo así, con esa urgencia delictiva. Me hago viejo y no mejoro. No soy vino, soy otra cosa. Líquido, igualmente. Me amoldo a los espacios, me pierdo en las grietas, calmo la sed de otras bocas, desconozco mi sabor, aunque me quiero amargo. Acaba el año y entiendo que todo seguirá siendo más o menos lo mismo. Nuevos proyectos que sepultan viejos proyectos inconclusos. Nuevos propósitos que son los mismos que los de antes, aunque ya se nos hayan olvidado. La mesa camilla es mi torre, soy una princesa de cuento allí encerrada. Llevo el corazón en la garganta y apenas he corrido. Me pueden las semanas y los días y las horas. Las redes sociales me escupen a mujeres con las que fui feliz. Google sabe a quién amé y a quién mentí. Nada alimenta menos que la memoria. Mujeres que me recuerdan que el tiempo tiene los pies alados. Hermético y veloz. Me gusta la Navidad. He tenido otras familias. Me he emborrachado en tantas mesas. He brindado por tantas cosas en las que no creí. He sufrido tanto por cosas que apenas recuerdo. ¿Soy lo que fui o soy, exclusivamente, lo que seré? Entre logroñesas y machaquitos tendré que ir pensándolo.

* Escritor