Querido amigo:

Como sabes, hace ya algún tiempo que empiezo la lectura del periódico por las últimas páginas, pero hoy las malas noticias no estaban en la sección de necrológicas: se barrunta el cierre de la taberna El Gallo.

Echo la vista atrás y recuerdo el sentimiento que nos invadió la primera vez que cruzamos bajo su dintel verde aceituna, nuestro particular paso del Rubicón. Con un silencio cómplice decidimos cambiar la cafetería de las meriendas por una casa de vinos; los refrescos de cola por el Amargoso; a los padres por los amigos; mentiras de adolescentes por la verdad de la vida; en definitiva, quisimos hacernos mayores. Allí descubrimos por qué las tertulias no pasan de moda; que a los lugares verdaderamente importantes no llevan a los turistas; que no eran las mejores gambas rebozadas pero ni falta que hacía; que un medio es más que una copa; que aquí la japuta no se llama cazón; que ellos no saben qué es el senequismo cordobés; que no se acaba el mundo por un suspenso en Derecho Romano; y que Finito estuvo cumbre el día de la lluvia en Las Ventas.

El tiempo y los amores hicieron que fuéramos espaciando nuestras visitas, pero el cuerpo, y sobre todo el alma, siempre acababan guiando nuestros pasos hacia María Cristina, donde un taciturno Rafael seguía rumiando su fracaso en el segundo examen de notarías allá por los albores de los años noventa, mientras Luis pontificaba sobre el futuro de ese novillero que había cortado una oreja el otro domingo en Los Califas. Hace una semana coincidí en la barra con Álvaro, y me contaba que ya nadie bebe vino, que ahora no se habla de toros, y que el viernes tuvieron que sujetarle por las solapas cuando un francés le pidió la contraseña de la wifi.

El bueno de Leopoldo Tena anda empeñado en evitar el cierre, y ha iniciado una campaña de recogida de firmas para evitar su desaparición (ahí va la mía). En pocos días más de un millar de personas han secundado la petición, en lo que confío sea un estímulo para la propiedad y una llamada de auxilio a quienes pueden --y deben- conjurar el irreparable daño que supondría la pérdida de lo que, de facto y por inveterada voluntad popular, es patrimonio cultural de la ciudad. No obstante, la indolencia que nos caracteriza ante lo verdaderamente importante no invita al optimismo, porque parece que a casi nadie le inquieta que Córdoba pierda su verdadera identidad y sus tradiciones, y que los poderes públicos, lejos de proteger nuestro verdadero acervo cultural, malgasten el tiempo fomentando batallas bizantinas, obviando que aún hay quienes nos rebelamos ante la progresiva similitud entre Córdoba y cualquier anodina ciudad de no se sabe qué ignota región.

Ayer llamé al móvil de Antonio Fuentes para prevenirle frente a tan luctuosa amenaza, y tuve que dejarle un mensaje en el contestador. Me contestó por whatsapp: «se nos van los ayeres». Mierda de vida.

* Abogado