Mucho antes de llegar se oía el rumor, ese rumor tan especial que es revoltijo de sentimientos: evocación, silencios y carraspera; alguna gracia, que siempre tiene éxito por el contraste con la tristeza. Más allá de la puerta aún, se formaban corrillos de fumadores y reacios, también de alérgicos a iglesias, que de verdad los hay. Y el olor, que es cosa mía. Dentro no quedaba un hueco; si acaso y si avanzabas, entre algunos asientos provisionales y con perdones a cuantos habían llegado antes. Aquello tardaría unos minutos en comenzar. Era ya una apretada y heterogénea muchedumbre de amores y comprometidos. Antes de introducir al finado, un antiguo alumno de los míos me ofreció su asiento, sin querer mostrar su compasión, porque me conoce, por lo menos, respeto por las canas. Los lleve como los lleve --me refiero a los años-- van notando su peso en todos mis compuestos de cuerpo y pensamiento.

Y los allegados al difunto, con grave expresión de afectación o por contagio, transportaron el féretro hasta el altar, con el soporte de las miradas de cuantos conocieron al muerto, que con el natural deterioro pero dignamente, como siempre, recorría la nave, pese a la oscuridad. Su oscuridad involuntaria; aquella oscuridad, posiblemente para siempre y suya: diferente. Los demás, salvo su mujer y sus hijos, tan poco acostumbrados, no acababan de convencerse de aquel común destino.

Por lo menos tres curas contaron sus virtudes entre suspiros y toses, los malos recuerdos y los buenos: de clases, risas y bromas infantiles, expresiones de aquel maestro; de su aspecto impecable, por su rostro y sus gestos, amigos y también jubilados, de la sencillez y respeto hasta en el tono de sus palabras u opiniones. Y los curas, con pesado atavío, hacían su trabajo para encajar el alma de mi amigo más allá de lo que pudiéramos ver o imaginar: lo recordaban por los pasillos aquellos y aquella sacristía, reunido en la cofradía del Cristo, como cooperador de la parroquia, junto al párroco, muerto y santo, hablando o cambiando impresiones, ya en otro lugar, cómo les irían, aquí o allá, las cosas. «¡Siempre con tono de hombre bueno y sencillo, de hombre educado!». Amable y generoso con los niños, con los antiguos alumnos, que ahora lo miraban sin poder verlo; con... --se le quebraba la voz-- «... con los servidores de la parroquia».

No teníamos que asentir ninguno de los asistentes: estábamos allí y era por algo. Por algo más, también posible, que el amor y el compromiso, por aquella, de siempre, proximidad en las cosas de religión, de su iglesia. Sin embargo, yo, como compañero y también amigo, no quedaba satisfecho, aunque no era cosa de interrumpir aquella rutina correcta de privilegiado protocolo. «¡Paren, señores curas, por favor, que se dejan sus mejores cosas o actitudes!». No tenía derecho y no lo hice. Había sentido algo de tristeza por mí mismo, en su día, también ahora que quizá él rendía cuentas con la mochila pesada por su gran gesto de años. Envidia, pero sin prisas, porque no tenía prisa: más por curiosidad, y desde siempre. Los curas olvidaban lo más grande de cuanto había hecho aquel hombre, su derecho: mi amigo pertenecía al grupo de los excepcionales, de los generosos, los que vienen dando lo mejor y en silencio, por lo que recibiría, sin duda, satisfacción propia y gratitud: los premios superiores para los valientes. Durante años fue donante puntual de sangre y, no me cabe duda, allí empezó su calvario por alguna mala aguja. No se lo oí, pero estoy seguro y él mismo lo pensaba. Ni fumador, ni bebedor ni... No le conocíamos vicio para achacarle nada. Era sano y deportista, con la generosidad real de estar apuntado como donante de sangre. Algo anónimo que sospeché cuando buscaba una causa para su mal. Probablemente un error, ya digo: alguna aguja... Una hepatitis de las peores y me fue contando cosas de las transaminasas, cantidades, oscilaciones... Días terribles hasta recibir, a su vez, la gran donación: un hígado con el que ha vivido con cierta calidad muchos años y por el orden que siempre puso en todo. Allí, en aquel templo y en la última ocasión que nos juntaba, otra vez los curas, olvidaban lo más importante. Espero que no les haya reñido el Gran Jefe.

* Profesor