En la última semana de mayo, en la que se forjaron tantas novedades impensables apenas unos días antes, se conoció que Asuntos Exteriores preparaba la convocatoria de los premios Palacio de Viana. Estos premios estaban destinados a «reconocer el buen trabajo periodístico y la importante labor de generar información de calidad referente tanto a la política exterior española como al ámbito internacional».

La iniciativa, de la Dirección General de Comunicación e Información Diplomática del Ministerio, concretaba una dotación de 36.000 euros para distinguir tres modalidades. La tercera, convertida de inmediato en objeto de polémica, estaba destinada al «mejor trabajo periodístico sobre el papel de España en el mundo publicado en medios de comunicación extranjeros impresos o en línea».

El independentismo catalán respondió de inmediato en sus medios y en las redes sociales, comenzando por el propio Puigdemont. Nada inesperado e imprevisible. Pero hubo voces, como la del corresponsal del diario The Times en Madrid, Graham Keeley, que criticaron la convocatoria desde otro punto de vista: «España no mejorará su imagen pagando a periodistas».

Semejante declaración, titular del artículo que publicó el 30 de mayo en el diario británico, venía a decir que la ventaja independentista en la guerra por la opinión pública internacional se debía a que mientras ellos habían hablado siempre con los medios y les habían dado acceso permanente, el Gobierno se había mantenido distante y no había dado su versión de los hechos, comenzando por los sucesos de octubre pasado.

Desde el punto de vista de la comunicación, Keely llevaba mucha razón en cuanto a la viejísima máxima que dice que «si tú no dices lo que pasa, otros lo dirán por ti». Era evidente que en este caso el silencio fue un error estratégico. Pero, desde la contextualización, obviaba que el independentismo estaba desplegando una campaña de comunicación internacional con un enorme despliegue de recursos económicos -esencialmente publicitarios-, como contó apenas una semana después, a primeros de junio, Sandrine Morel, corresponsal de Le Monde en España en su libro En el huracán del process.

Viene esta historia a cuento porque el ministro de Exteriores, Josep Borrell, acaba de confirmar que mantendrá los premios a partir de las preguntas formuladas por el diputado en el Congreso de la formación independentista Jordi Xuclá, e incluidas en una batería de preguntas parlamentarias, tras anunciar el ministro que tiene «como prioridad» reparar el daño que ha causado el independentismo a la imagen de España en el exterior.

La firmeza de Borrell es una excelente noticia. Y lo es por muchas razones, para empezar, porque demuestra con hechos -la confirmación de que mantendrá los premios- que su prioridad es real. Y, de manera evidente, imprescindible.

La frivolidad con la que se adjetiva al contrario en la discusión política -que hoy tiene una amplia cantidad de frentes gracias a la digitalización, Twitter es, por ejemplo, un territorio muy didáctico- tiene un margen extraordinariamente alto y consentido.

Tampoco es nada nuevo bajo el sol. De la famosa «piel fina» -hacerse el ofendido al primer humo de pajas- se salta al instante al extremo contrario, el insulto gratuito, de trazo grueso y ofensivo. Cotidiano y habitual.

La cuestión supera con mucho esa «trinchera» diaria, que no es más que uno de los campos de batalla de un conflicto interno e institucional. Es el reconocimiento -ya iba siendo hora- del valor de la comunicación y de las consecuencias que tiene cuando se utiliza para construir realidades falsas -esto se ha hecho desde siempre- que provocan daños significativos y son perfectamente prescindibles.

De hecho, el ministro ha respondido al diputado con hasta 14 índices internacionales para recordarle que la situación de España es «homologable en materia política, económica y social a los países de nuestro entorno», esencialmente la UE.

Este asunto es todo lo contrario de simple y poco relevante. Al contrario, merece una respuesta contundente, de una vez, y en este caso, acorde con lo que decía Graham Keely, el corresponsal inglés: hay que ser transparente y explicar, explicar y explicar. Sobre todo, porque es una «causa» justa y comprensible cuando se conoce y se contrapone a la versión rupturista.

Pero que esta respuesta acorde con las formas no debería quedarse en un premio con tintes «propagandísticos», es una evidencia. Esta respuesta debería organizarse a través de una estrategia amplia, bien organizada y bien dotada, mucho más allá de medidas puntuales.

Una estrategia en el tiempo, al margen de cambios sustantivos de gobierno, que sea asunto de Estado y que reivindique con la máxima transparencia institucional que, con todos los defectos a corregir, las debilidades que superar y los objetivos a cumplir -en todos los ámbitos- el país que somos y el que es perfectamente «homologable» a cualquier otro de nuestro entorno. Sobre todo, por la gran mayoría de sus habitantes.

* Periodista