La conmemoración de los 20 años transcurridos desde el asesinato del edil del PP en Ermua Miguel Ángel Blanco se está ensombreciendo por un debate político que empieza a teñirse de descalificaciones, y cuyo resultado es justo el contrario de lo que consiguió aquel espíritu de Ermua que unió a los españoles, y muy especialmente a los ciudadanos del País Vasco, en un rotundo rechazo a la barbarie terrorista. En Ermua comenzó el final de la banda terrorista ETA, un final que, aunque haya cesado en su estela de muerte, todavía no se ha producido definitivamente. Por eso sigue teniendo sentido --y lo seguirá teniendo-- dedicar el recuerdo y el homenaje a las víctimas, pero también lo tiene singularizar el tributo en el joven edil, sin que ello vaya en desdoro u olvido del resto de las víctimas, pues su asesinato tiene una carga simbólica que los abarca a todos: la extrema crueldad de su secuestro, el chantaje que puso en jaque a las instituciones del Estado, el desafío al conjunto de la sociedad española y finalmente su cobarde asesinato con ese tiro en la nuca que ignoró el grito de los vecinos de Ermua. El recuerdo de Miguel Ángel Blanco debe seguir siendo un símbolo de la unidad en el rechazo al terrorismo y quedar fuera tanto de cualquier instrumentalización política como de los que pretenden diluirlo en el homenaje al conjunto de las víctimas. El homenaje a Blanco es el recuerdo de las víctimas, sin exclusión.