Eran las tres de la madrugada, cuando murió, allá en el pueblo, mi vecina, madre de unos pocos hijos. Recuerdo que me despertaron los espantosos lloros de aquellas criaturas golpeadas por tan repentino y terrible dolor. Yo era tan sólo una niña que ni tan siquiera, ante el natural desvelo de mis padres, podía declararme despierta, asustada, con acuciante necesidad de una explicación: ¿por qué había muerto aquella mujer, madre de siete hijos? Y aquel llanto se quedó grabado en lo más profundo de mi alma. Después se fueron sucediendo muertes de seres queridos, y una especie de lágrimas sin tregua y de miedo torturantes se ubicaron en mi alma durante gran parte de mi vida, pero hoy, sin haber perdido la dimensión del dolor que supone esa separación, esa partida de los que amamos, creo sinceramente que la muerte no es algo tan fantasmagórico que nos sitúe siempre al borde de la desesperación, de las lágrimas... «“La muerte es algo que no debemos temer -dice A. Machado- porque, mientras somos, la muerte no es y cuando la muerte es, nosotros no somos». No obstante, nos instauramos en los días como si fuéramos eternos, y luchamos por causas tan perecederas que ni tan siquiera valen un ápice de nuestro breve y precioso tiempo. Mientras vivimos caminamos hacia la muerte, pero ni debemos vivirla como obsesiva realidad, ni olvidarnos de ella, hasta el punto de que nos sorprenda en el camino. Nos educan, nos educamos y educamos para vivir, pero, ¿cuándo y cómo aprendemos a aceptar nuestra condición de mortales?

Miedo a la muerte, no. Miedo al dolor, miedo a perder los días, miedo a no ser conscientes de que las hojas de nuestro almanaque, sin remedio, van caducando, sí.

Existe una paz indescriptible: la de pensar en la muerte con absoluta tranquilidad de haber cumplido, aceptando fallos, errores... Somos humanos.