Escribo estas líneas justo cuando a está a punto de constituirse la nueva corporación municipal, el día en que el concierto de Rosalía se convierte en metáfora de lo que esta ciudad ha dado de sí en los últimos años en materia de política cultural. Pasado el frenesí del proyecto de capitalidad, y atravesados unos momentos de penurias económicas, si por algo se ha caracterizado la gestión de la cultura en nuestra ciudad es justamente por su inexistencia. Es decir, como vecino de Córdoba y como persona inquieta por todo aquello que desde lo público puede contribuir al bienestar y enriquecimiento de la comunidad, he asistido entre asombrado y progresivamente indignado ante la ausencia de unas líneas claras de lo que desde las instituciones locales puede hacerse, y que creo que es mucho, para potenciar la cultura, apoyar la creación o, en general, crear espacios en los que los vecinos y las vecinas podamos no solo disfrutar del ocio sino también ampliar horizontes. Una ampliación que siempre está ligada, o debería estarlo, al cuestionamiento de lo establecido, a la ruptura de márgenes y a la apertura de ventanas, tan necesarias en una ciudad tan llena de sí misma.

Córdoba ha seguido estando en manos de unos gestores de la cultura a los que ha seguido pudiendo más la política de eventos que la necesaria creación de un tejido sostenible. Unos eventos en los que con demasiada frecuencia ha pesado más la mirada hacia el exterior que la satisfacción prioritaria de las necesidades e inquietudes de quienes habitamos la ciudad. Claro que el turismo puede convertirse en un primo bien avenido de la cultura, pero en Córdoba más bien lo hemos convertido en un monstruo que devora a sus hijos y que luce estadísticas numéricas en lugar de calidades compartidas. Y así nos va. Prisioneros de un modelo económico, aunque no solo económico, que genera enriquecimiento de unos pocos y precariedad de la mayoría. Eso sí, el respetable parece quedar contento si una diva del mercado musical pone el broche de oro a cuatro años mediocres. Las uñas afiladas de Rosalía garantizan un éxtasis tan fugaz como un orgasmo.

La errática dirección, o, mejor dicho, la falta de dirección de un Festival de la Guitarra que lleva años en una deriva soporífera, o la pobre programación de un Instituto Municipal de las Artes Escénicas que pide a gritos no solo más presupuesto sino también una cabeza pensante que ponga orden y riesgo, son solo dos ejemplos evidentes de cómo la actividad cultural de esta ciudad sigue siendo la hermana pobre de Capitulares. Por más que, hay que reconocerlo, haya habido algunas iniciativas que han tratado de darle vida a los barrios o que han buscado otro entendimiento más sostenible de lo que se ofrece al vecindario. La mayoría de ellas, sin embargo, han carecido de recursos suficientes, y no solo materiales, también de visibilidad y de reconocimiento, en un escenario caótico en el que siguen primando las lecturas somnolientas de poetas con pedigrí, el flamenco/flamenquito y sucedáneos, y la más descarnada ausencia de hilos conductores que nos permitan dar sentido a un proyecto de ciudad. Siguen faltando voces contemporáneas, apuestas arriesgadas, programas con continuidad. Y sobra, por supuesto, acomodo, gestión plana y rutinas que algunos confunden con identidad.

No es que yo tenga mucha confianza en que el nuevo gobierno local rompa con las inercias y se tome la cultura en serio. Nunca ha sido ésta una prioridad de la derecha. Pero como el listón del que partimos está tan bajo, me queda la esperanza de que con subirlo solo un poquito podríamos darnos por satisfechos. Para ello, lógicamente, necesitamos que la cultura no siga contemplándose como la hermana pequeña de las políticas locales, que al frente de ella se sitúen personas con experiencia y criterio y que, al fin, superemos el erróneo presupuesto de concebirla como un espectáculo que adormece en vez de entenderla como una invitación a la deriva.

* Catedrático de Derecho Constitucional y miembro de la Red Feminista de derecho Constitucional de la UCO