España, le pese a quien le pese, quiere ser diferencial. Esto pasa por tener una economía fuerte con pleno y digno empleo, una sanidad que beneficie a todos sus ciudadanos, una educación que abarque a toda la población a partir de los cuarenta días de edad y una universidad generosa a la que puedan acceder todas la capas sociales. También se necesitan unas pensiones justas que devuelvan por derecho parte de lo que el trabajador ha aportado a la Seguridad Social durante 30 o 40 años de vida laboral activa. España se merece una cultura sólida que enriquezca a cada uno de sus habitantes, donde se preserve el medioambiente y la ecología. En algunos países de Hispanoamérica he visto a gente morirse en hospitales por no tener dinero para una operación, también he visto gente que limpia coches o vende golosinas en los semáforos porque sus padres no pudieron darle los estudios que ellos quisieron. Otros se desesperan y beben alcohol puro o aspiran pegamento en una infancia de abandono y podredumbre, donde el rapto y el asesinato son monedas de cambio diarias. El acceso a la cultura también suele ser de pago. Todo está privatizado.

Por otra parte, no se entiende que en EEUU, que se había conseguido la sanidad pública, ahora se retroceda y se elimine, solo por mero ahorro. La sanidad no es negocio, es pérdida, la escala armamentística sí es beneficiosa para ellos, por lo tanto, no solo se ahorra sino que se obtienen enormes beneficios.

El mundo es un laberinto de espejos y se mira en unos y otros con la esperanza de mejorar o de hacer más dinero. A las potencias no les interesa para nada Europa, porque significa competencia de poder y bienestar de espejo que les perjudica a ellos desde Washington a Moscú. Por eso la minan, inducen el Brexit, la salida del tratado de París, los nacionalismos fuera de hora y provocan una bronca --como pasó en Francia recientemente-- que nos hace temblar. Lo triste de todo esto es que los ciudadanos son fáciles de manipular, aunque cuando se enfadan se convierten en fuerzas irreductibles repletas de razón y de verdad.

Ahora, la cultura del miedo induce a lo antidemocrático: los grandes bancos, el Ibex 35, los periódicos que ahora son de derechas, las grandes fortunas amedrentan a un pueblo mileurista amenazado, que solo quiere vivir decentemente, disfrutar de su país, de sus costumbres, de sus gentes. Todo el mundo aspira a esa sociedad del bienestar de la que nos hablaron para que gastáramos con locura irremediable y en ese afán consumista ellos pudieran ganar más y seguir en una perenne corrupción. Y luego están los títeres, la derecha eclesial, la banda de los ganapanes, los manijeros de los ricos (como los llama Julio Anguita), los que están dispuestos en todo momento a sacar armas para que nadie les toque su estatus. La idea previa es siempre empobrecernos y crear una anemia intelectual crónica que no permita el desarrollo de nuestro país, que elimine la inteligencia y desaparezca el alimento cultural que le da vida a un pueblo.

Y la izquierda, ¿dónde está la izquierda? ¿La izquierda es la desazón, el arribismo, el quítate tú para que me ponga yo? ¿La pelea de susanistas contra sanchistas o la arrogancia de los nuevos protagonistas? Esa no es la izquierda. La izquierda es la utopía de un mundo mejor, la que se empeña en conseguir una sociedad lo más perfecta posible, donde haya paz, bienestar, salud, educación y cultura. Izquierda es la que no puede permitir que la cultura y la educación se agrupen para subsistir en un ministerio, que se empeñe en que no haya analfabetismo, desigualdad social, incultura.

La Humanidad siempre se ha movido en utopías y gracias a ellas ha avanzado hasta el año 2017. No dejemos que los locos de turno aprieten el botón y se destruyan, nos destruyan. Para impedirlo hay que imponer el sentido común de la razón y que las utopías nos envuelvan, nos ilusionen y nos hagan avanzar.

* Periodista y escritor