Ya hemos perdido la cuenta de cuántas veces hemos ido a votar desde que se murió Franco y liquidamos la dictadura, pero que podamos seguir haciéndolo es, aunque a veces resulte hasta aburrido, la mejor noticia de la democracia. Hemos crecido y quizá cambiado en más de 40 años, los que nos separan de aquel miércoles 15 de junio de 1977. Desde entonces hemos trabajado, cotizado a la Seguridad Social y cumplido los pasos más reiterativos de la vida: tener pareja, hijos y llegar a la jubilación. Algunos han añadido a su currículo el de ser abuelos, un estado, dicen, de felicidad tan desconocida como plena. Que hemos vivido. Y que hemos comprobado que una noticia --a no ser que los tambores de Baena son patrimonio de la humanidad-- no se recibe con el mismo entusiasmo 41 años después. Porque, claro, la apariencia de este día de reflexión de diciembre de 2018 nada tiene que ver con aquel último día de campaña electoral en el Madrid del 77, cuando parecía que el pueblo era el que mandaba después de ver el estadio de Vallecas lleno de claveles socialistas y la nevada preestival de octavillas en el asfalto junto a las jocosas voces de protesta contra los de siempre. Lo de ahora nada tiene que ver con aquella primera campaña de eclosión desbordante de gargantas, banderas, bocinas, puños alzados, opiniones sin miedo y entusiasmo que despertó a España de la larga noche de la dictadura que mantuvo a millones de españoles en una interminable afonía política. Y los escenarios emitían otra magia con sus carteles. Las estaciones de Metro no anunciaban «ya es Primavera en el Corte Inglés» o «Wrangler no cede si tú no cedes», sino que desde su arquitectura underground nos hacían saber que la libertad estaba en nuestra mano y que había que luchar contra la corrupción. Desde paredes, muros, farolas, tapias, esculturas, monumentos, árboles y cabinas telefónicas se nos hablaba con el desenvuelto lenguaje de la democracia y todos nos prestábamos al juego alegre y desenfadado de la libertad que ya se sentía. Ahora, aunque vayamos a votar con achaques, tenemos que mantener las urnas porque vivir sin ellas significaría que alguien nos había robado otra vez la libertad.