Bujalance, pueblo agradecido con los suyos, ha iniciado el mes con un gesto que le honra: la colocación de una placa en la casa natal de su Hijo Predilecto Mario López, situada en la calle que en 1985 cambió el nombre de Tobosos por el del poeta. Con este acto arrancaba un amplio programa, que se prolongará hasta diciembre, destinado a conmemorar el centenario del nacimiento del miembro del Grupo Cántico que hizo de sus versos un elogio de la naturaleza y del paisaje de inacabables hileras de olivos y cielos sin fronteras que marcó su horizonte vital. Hombre sencillo, discreto, un poco triste y apegado a sus querencias, como todo buen romántico, Mario López, que jamás fue escritor bohemio ni aventurero, se sentía fuera de lugar en cualquier sitio que no fuera Bujalance. Y eso que, por la desahogada posición económica de su familia (de hecho, vino al mundo el 1 de agosto de 1918 en una casa-palacio), tuvo ocasión de desarrollar una carrera mucho más cosmopolita ya desde la época de estudiante en Madrid, en cuya legendaria Residencia del Instituto Escuela coincidió con Lorca y otros poetas que, como él mismo desde la candidez de su universo de pueblo, forman parte de la historia de la literatura. Luego llegó el paréntesis de la guerra y Mario, al que le pilló en la zona nacional, la hizo en el frente norte de Córdoba, pero sin más armas que una máquina de escribir, pues era corresponsal del Diario de Córdoba. Y es curioso cómo la tragedia bélica, que tantos destinos truncó, encauzó definitivamente el suyo, pues, según me contaba en una entrevista para este periódico realizada en 1997, recién terminada aquella, estando Mario de guarnición en un pueblo de los Pirineos orientales en 1941, era tanta la añoranza del Sur que sentía que para desquitarse escribió una especie de sátira de la España gris de entonces que tituló El ángel custodio de Cañete de las Torres. Fue uno de sus primeros poemas, y su preferido junto a los Versos a María del Valle, su mujer y sombra fiel hasta después de muerto, en 2003.

En Cántico aterrizó en 1942 por azar a través de Ricardo Molina, al que conoció un mediodía en la «sesión vermut» del bar Bolero, donde por entonces Machín agitaba sus maracas. Los presentó el periodista del CÓRDOBA Gabriel García Gil, muy allegado a los componentes del grupo poético que empezaba a gestarse, con los que Mario López, gracias a su carácter afable y bondadoso y por supuesto a su calidad literaria, entabló lazos de por vida. Y eso que entre Molina, Juan Bernier, Pablo García Baena, Ginés Liébana, Miguel del Moral y Julio Aumente, que procuraban beberse la vida a tragos largos, este hombre tímido y reconcentrado cayó como gallina en corral ajeno, según definición de Aumente. Lejos de cultivar como ellos una poesía efébica e intimista adornada de rica sensualidad, Mario, poco derrochador de la existencia, se refugiaba en la esencia para desentrañar el alma de Andalucía, una línea austera y transparente que respondía leal a la llamada de la tierra amada.

A ella volvió, a su mundo rural, garganta y corazón del Sur, como el título que dio a su primer libro. Y salvo intermitentes visitas a la capital para compartir medios de vino y poemas con sus amigos de Cántico, eligió quedarse en Bujalance y allí ejercer de labrador y respetable padre de familia numerosa. Pero sin dejar de coleccionar tardes en su balcón señorial ni versificar y pintar --cuadros geométricos que son a su vez poemas llevados a la quintaesencia-- los infinitos matices de las horas y los silencios del campo. Ojalá su centenario sirva para leerlo.